Comparto la preocupación de opositores ante la anulación de facto del parlamento. Apenas exageran cuando dicen que estamos frente a un “golpe de Estado”, considerando lo sucedido en los últimos días: turbas alcoholizadas agrediendo a diputados, triquiñuelas del oficialismo para impedir sesiones, la aparente compra de conciencias, etc.
Sin embargo, reconozcamos también que la situación no es excepcional. El parlamento es un apéndice del Ejecutivo desde hace buen rato. Hoy lo notamos más, pero sólo porque el comportamiento de los diputados es algo más primitivo, vulgar y matonesco que de costumbre.
El problema tiene su origen, muy probablemente, en la idea absurda de que el parlamento debe ser una fotografía sociológica del país, y se elige a parlamentarios por su vestimenta, género o pertenencia a algún sindicato, sin pensar en sus cualidades o capacidad.
Es cierto que el parlamento es “diverso”, pero diverso como una comparsa de carnaval o manual de etnografía. Muchos trajes pintorescos, bonitos sombreros de colores, cascos brillantes, pero no mucha materia gris, independencia o valores.
Con esa clase de miembros, no sorprende que sea tan fácil para el Ejecutivo comprar diputados o, peor aún, tratarlos como lacayos.
Comprendo el anhelo de varios compatriotas de verse “reflejados” en el parlamento. Al final, han sido tan adoctrinados en el resentimiento y el victimismo que consideran que la caterva de analfabetos del Legislativo es una victoria, revancha inclusive.
Podemos hacerlo mejor. No es imposible elegir a gente de espíritu independiente, que no le deba nada a caudillos (de CC o del MAS), y que sea capaz de entender la complejidad del mundo real, sin doctrinas ni ideologías perversas. Recién entonces, quizás valga la pena preocuparse por sus trajes y sombreros.