En uno de sus más provocadores y lúcidos ensayos de su libro 21 lecciones para el siglo XXI, el historiador israelí Harari especula sobre uno de los tópicos que considero más importantes de cara al futuro: la educación. El asunto me da vueltas casi todos los días, antes y después de dar las clases en la universidad, y la verdad es que las posibilidades digitales del presente me provocan, de manera simultánea, dos sensaciones antagónicas: escepticismo por un lado, esperanza por el otro.
Es evidente que la educación de hoy (tanto la colegial como la universitaria) ya no puede ser una mera transmisión de conocimientos rígidos y “oficiales”, como fue en el pasado, ya que 1) hoy el conocimiento es monstruosamente grande y desborda la cabeza más memoriona, 2) hay varias “verdades” y muchos enfoques sobre un mismo tema y, principalmente, 3) porque el conocimiento ya no está solamente en la cabeza de los profesores o en las bibliotecas físicas, sino en esa marea intangible e infinita de información llamada internet. En esta situación, ¿cómo encarar la enseñanza? O mejor: ¿qué papel (qué relevancia) puede tener un maestro de colegio o universidad —que compite con clases virtuales y gratuitas en YouTube y con algoritmos— que quiera ser realmente útil?
Teniendo en cuenta que si los profesores se quedan como divulgadores de información no están haciendo nada extraordinario, pues hoy todo estudiante que posee un dispositivo móvil conectado a internet puede acceder en segundos a una información más completa que la que le podría proporcionar el profesor más erudito y memorión, lo que considero —junto con Harari— que deberíamos hacer los educadores de todos los niveles es enseñar a buscar la información, a discernir lo que sirve y lo que no y, sobre todo, a reflexionar utilizando la duda como método. Si las universidades de eruditos (precursores en varias áreas del saber) de hace siglos poseían conocimientos sorprendentes y novedosos de matemáticas, astronomía o teología, pero, al mismo tiempo, cantidad de prejuicios y dogmas en sus claustros, las de hoy, con maestros más humildes ante el misterio de las cosas y la vida, deberían tener sobre todo un espíritu crítico, para filtrar la información y articular conceptos e ideas con las herramientas que nos legó el pasado y todavía se descubren en el presente.
Pero como la sociedad es tan compleja y heterogénea, en los tiempos presentes la tecnología digital aplicada en la educación, si bien es aceptada por muchos, genera rechazo en otros, y curiosamente muchos de estos pertenecen a grupos etarios jóvenes. Esta respuesta de rechazo se debe tal vez a la experiencia del Covid, todavía próxima en el tiempo, que provocó que a muchos (quien escribe esto está entre aquellos) los mecanismos netamente digitales les resultaran 1) no tan eficaces y/o 2) más desgastantes o agotadores que un aula física. En mi caso, como profesor, puedo comprobar que muchos jóvenes prefieren el anillado de fotocopias antes que los PDF que se pueden colgar en una plataforma virtual, o incluso una dinámica explicación en pizarra antes que una estática diapositiva de PowerPoint. Estas preferencias, claramente, pueden variar mañana.
De todas maneras, ya sea con instrumentos digitales, ya sea sin ellos, lo que el profesor de hoy no puede rehusarse a hacer es enseñar a pensar críticamente a sus estudiantes. Lo bueno del pensamiento crítico es que es transversal: puede ser aplicado a casi todas las áreas. Y así, se puede pensar críticamente no sólo en un examen o tarea para las asignaturas de Filosofía Medieval o de Historia Económica del Siglo XX, sino también en un examen o tarea de Análisis de Datos, de Publicidad y Estrategias Comerciales o de Economía de la Gestión. A lo que me refiero es que el mundo contemporáneo requiere no únicamente filósofos, politólogos y sociólogos críticos, sino también publicistas, diseñadores gráficos e ingenieros empresariales dotados de la capacidad de poner en duda sus planes y maneras de entender el mundo. ¿Será útil y ética mi estrategia comunicacional? ¿Será útil y ético este diseño para mi marca? ¿Será útil y ética la empresa que quiero fundar y poner en marcha? Si no tratamos de que los futuros profesionales en las áreas técnicas se planteen tales preguntas, estaremos formando un montón de expertos en lucrar, pero no en servir; es decir, personas duchas en hacer dinero, pero no en ayudar al desarrollo integral de las sociedades. Y ello resultaría muy metalizado; o sea, pobre, limitado, mezquino.