¿Se deben eliminar los bonos sociales? Una reciente columna de opinión propone que sí. Aunque reconoce que los bonos ayudan a muchas familias que valoran sus efectos positivos en ingresos y en la reducción de la pobreza, argumenta que la evaluación de políticas públicas no debe centrarse sólo en los beneficios, sino también en los costos. En 2023, el pago de la renta Dignidad habría costado 920 millones de dólares, el bono Juancito Pinto y los otros bonos 80 millones adicionales, elevando el costo anual de todos los bonos a mil millones de dólares, monto que sería una “barbaridad de plata” por su incidencia en el déficit fiscal, el artículo referido concluye que “el mejor antídoto contra la pobreza no son bonos, sino el empleo”.
Entre 2006 y 2023, las transferencias totales (bonos) sumaron unos 8.000 millones de dólares, los beneficiarios han sido aproximadamente un millón de personas de la tercera edad, un par de millones de estudiantes y un número más modesto de mujeres e infantes. Si usamos como cifra de beneficiarios, cada año, a tres millones de personas, cada persona se beneficia con 180 dólares (equivalentes a 100 bolivianos mensuales).
Más allá de precisión en cifras —según la Gestora, la renta dignidad en 2023 pagó 730 (no 920) millones de dólares— y de la incidencia real de los bonos en el déficit fiscal, los bonos no cambian estructuralmente la realidad de la pobreza. Por ello, desde hace más de 30 años insisto en que la única forma de reducir la pobreza es generando oportunidades de empleo digno para todos, por lo que es alentador que otras voces se sumen a esta verdad.
Pero el razonamiento lineal: “los bonos inciden en el déficit, ergo, los bonos deben eliminarse (aunque ayuden a los más pobres)”, peca de un simplismo extremo. Si los bonos ayudaran a reducir la pobreza estructural, por mucho que afecten al déficit, justificarían su existencia. La realidad, en Bolivia, es que los bonos son “más parte del problema que de la solución”: debido a la alta tolerancia al contrabando, el tipo de cambio fijo y la asfixia burocrática a las empresas productivas, los bonos se destinan a consumir bienes importados, lo que contribuye a reducir, aún más, la creación de empleo productivo nacional.
Sin embargo, hay otros factores más perniciosos para el desarrollo sostenible que los bonos, en términos de su incidencia en la magnitud y en la “calidad social” del crecimiento, pero están convenientemente mimetizados como políticas de desarrollo. Veamos un ejemplo.
El sistema de intermediación financiera (SIF) emplea 40.000 personas y está controlada por unas 300 familias de propietarios y accionistas con participación relevante. Entre 2006 y 2022, sus ingresos financieros y operativos acumulados fueron 32.000 millones de dólares, cuatro veces más que “la barbaridad” del total de bonos pagados en el mismo período. Las utilidades (antes del IUE) sumaron 6.000 millones de dólares (18 veces más que en el “período neoliberal” de 1990 a 2005), equivalente a 20 millones de dólares de utilidad por familia de las 300 que están vinculadas accionariamente al sistema de intermediación financiera.
En este caso, los efectos negativos sobre la economía y la sociedad son mayores que los que se asocian a los bonos. Los 32.000 millones de dólares de ingresos son rentas que el SIF extrae directamente de los sectores que generan valor y empleo en la economía. Reflejan que las tasas de interés que cobra el sistema a sus prestatarios, respecto de la tasa de interés que paga a los ahorristas (el spread financiero), está fijada para beneficiar desproporcionadamente al prestamista: el Gobierno es cómplice de estos excesos al no regular las tasas de interés en beneficio del conjunto de la economía.
El Gobierno se felicita por el aumento de esas utilidades porque “mientras más gana el SIF, más recibe el Estado” recurriendo al absurdo argumento que también es válido el government take que se aplica a las exportaciones de gas: el Estado boliviano tiene una participación fija en el flujo de recursos asociados a la exportación a Brasil y Argentina, de manera que sus ingresos suben cuando los precios suben. Pero, para que el SIF gane más, tiene que encarecer los servicios financieros a empresas y personas nacionales, lo que afecta la productividad y la competitividad de los generadores de valor agregado y empleo formal en la economía.
En resumen, a diferencia de los bonos que tienen un ligero efecto social al reducir la pobreza, la financiarización de la economía permite rentas extraordinarias a los operadores financieros, con efectos inmediatos en la concentración de la riqueza, aumento de la desigualdad, y menor competitividad de las empresas. Estos negativos efectos han sido reconocidos por el BM y el FMI desde 2014, pero Bolivia parece estancada en el neoliberalismo de los años 1980.
Recordemos. Los ajustes estructurales impuestos por el Banco Mundial (BM) para entronizar el neoliberalismo como modelo dominante en los años 80 destruyeron millones de empleos, lo que generó un descontento social que amenazaba frenar las reformas. Con el fin de “oxigenar” social y políticamente, a los Gobiernos que impusieron los ajustes, el BM ocultó la incapacidad estructural del neoliberalismo para recrear el empleo destruido y justificó la precarización del empleo (el cuentapropismo obligado), recurriendo al eufemismo de “emprendedurismo”, con el microcrédito como promesa de inclusión financiera. En este marco, los bonos fueron el medio más inmediato para bajar la presión social mediante transferencias monetarias directas a sectores específicos.
Los bonos, hoy, son un mecanismo para fidelizar políticamente a sectores económicamente vulnerables y parte central de la propaganda política gubernamental. Pero, desde la vereda del frente, quienes critican los bonos callan sobre los inmerecidos privilegios con los que el neoliberalismo vigente favorece al rentismo —privado y público— improductivo por definición.
Estas barbaridades están vigentes y son plenamente respaldadas por las políticas públicas. Por eso estamos como estamos, pero a (casi) nadie le importa.