Mi abuela Dalinda me recuerda que escribir es una forma de vencer al tiempo y conjurar el olvido, trascender la finitud de nuestra existencia.
Ella está, como dicen los chinos, en el cielo del oeste, al otro lado de la vida.
En una noche de lluvia finita cerré los ojos obstinadamente e imaginé una Navidad donde las mujeres descorrían los velos de sus roles tradicionales y eran capaces de construir relaciones sin claroscuros, caminar al ritmo de las gacelas y ser ellas mismas sin temor al escándalo o al fracaso. Eran mujeres dispuestas a vivir sueños propios, transitar ufanas sus grutas interiores y aprender a mecer sus soledades, porque la autonomía femenina se construye en un camino bifurcado de tropiezos y derrotas, sinsabores y alegrías.
La Navidad hoy tiene poco que decir para las mujeres rehenes de Hamás que aún esperan regresar a sus hogares y a sus vidas; para las iraníes cuyos derechos más elementales han sido conculcados a la vista y paciencia de propios y extraños; para las migrantes cuyas vidas se deslizan en una constante de inseguridad jurídica y económica; para las niñas y jóvenes desaparecidas en un mundo donde el valor de la vida humano equivale al de una mercancía perecible mientras las madres buscadoras insisten ante gobiernos indiferentes; para las niñas y niños que son acosados diariamente en las escuelas por la crueldad de compañeros y compañeras que no entienden la riqueza de la diversidad en todas sus formas, ni que hacer el bien es parte de lo mejor de la condición humana.
Tantas maneras en que la Navidad muestra que la condición humana no se encuentra dignificada, sino degradada y maltrecha. Pero, también está la condición humana que, desde Edgar Morin interroga y se completa por y en la cultura. Es en esa racionalidad e irracionalidad donde se imbuye el examen y el estudio de la complejidad humana. Por eso, los estertores de las guerras y sus degradaciones, las deportaciones, los odios irracionales y el fanatismo deben detenerse por unas horas para atender al llamado de la celebración común de ser humanos que es la Navidad.
Una Navidad que al movilizar los sentimientos y las emociones, traiga también la esperanza. Una esperanza que no se desgasta ni se desluce, sino que resplandece en la más profunda oscuridad para recordarnos que los seres humanos, aunque debilitados por el tiempo y la fortuna como decía Tennyson en su poema Ulises, a través de la voluntad se es capaz de buscar, hallar y no flaquear.
Es depositar la confianza en que la búsqueda y el encuentro son las mejores formas de entender a otros, que la esperanza es imbatible y exige ser cultivada por igual, en hombres y mujeres de buena voluntad, que se comprometan con pacificar sus almas y sus mentes. Entonces, la Navidad tendrá sentido. Valdrá la pena creer en ella. Porque habrá traído dignidad en un mundo que no la considera.