Soy madre desde hace 35 años. Me estrené como tal el 9 de noviembre de 1988 a las 22:20, después de haber pasado todo el día soportando las contracciones naturales y otras inducidas… ¡Uy, qué dolor! Finalmente, llegó Sami, con sentimientos encontrados entre mucha alegría y felicidad, mezclados con responsabilidad y desafíos. Estaba consciente de que, a partir de ese momento, no solamente celebraría el 27 de mayo por ser el Día de la Madre, sino que junto con ello empezaba el reto de serlo y el esfuerzo de hacerlo bien. Luego vinieron dos experiencias más: el 14 de noviembre de 1991, Amir, que llegó con más sosiego, y el 10 de septiembre de 1998, completó la familia Nahim, casi sin dolor pero con los mismos desafíos que el primero. Lo que me hizo afirmar que el dolor, más allá de la intensidad, era momentáneo, y la responsabilidad de la maternidad, atemporal… ¡Wow! Esto me sacudió porque comprendí que esa experiencia que estaba viviendo trascendía el tiempo, que la conexión que había generado desde el vientre y que se concretó con el llanto en el parto no estaba limitado por las circunstancias del momento.
Las fechas de los nacimientos de nuestros hijos sólo son referencias que nos marcan con la bandera a cuadros blanca con negro —en sus marcas, listos, fuera—. Empieza la carrera desafiante de la maternidad. Cada uno de ellos llega con sus propias características y exigencias de personalidad, y mientras vamos pasando las postas, nos vamos preguntado: ¿Lo estaré haciendo bien? ¿En qué me equivoqué? ¿Y si lo hiciera diferente? Paralelamente, desarrollamos eso que llaman “sexto sentido”, especialmente en lo que respecta a supuestos desastres inminentes o intuiciones incomprobables; lo digo jocosamente porque muchas veces parecería que nos conectamos a un satélite invisible que gira constantemente sobre nuestras cabezas, buscando con ansiedad cualquier insinuación de dificultad y hace que nos adelantemos a lo que va a suceder. Para quienes no entienden lo que quiero decir o para quienes crean que no somos así, les pongo algunos ejemplos que respaldan la facilidad que tenemos las mamás para decir: “Cuidado te caigas”; “lleva un sándwich, seguro que te dará hambre”; “cruza con cuidado, mirando a ambos lados”; “apúrate, que te dejará el bus”; “ve con calma, que el mundo no se termina”, en fin, es como que tuviéramos un sistema de alarma precoz incluido que lo único que quiere es evitar el dolor y el sufrimiento en la vida de los hijos y, al mismo tiempo, evitarnos el dolor y el sufrimiento en nuestras propias vidas.
En mi profesión, es muy habitual recibir preguntas. Recuerdo una que llegó hace algunos años a mi correo electrónico y sin remitente: “Querida Jean Carla, soy madre de tres adolescentes que no aceptan las reglas de la casa y me producen mucha frustración ¿Qué puedo hacer?”. Gentilmente le respondí: “Estimada Mamá Frustrada: Te comentaré lo que alguna vez leí. ‘El consejo más inteligente sobre la crianza de los hijos es disfrutarlos mientras aún estén a tu lado. Si fuese fácil la crianza de los hijos, ¡nunca se hubiese iniciado con algo que se llama trabajo de parto!’. El trabajo con los hijos empieza desde el día cero y termina cuando uno de los dos expiramos. La verdad es que hemos aprendido un poco acerca de la muerte y mucho acerca del nacimiento, pero a veces no le prestamos la debida atención a lo que está entre los dos y hacerlo demanda algo más que sólo un recetario. Búscame para hablar más al respecto y espero poder ayudarte. Atte. Jean Carla”.