La noche ya había apagado el día sobre Irlanda cuando el Aisling amarró en el muelle de la Base Naval Cork. Bajo la fría luz de los reflectores, las sombras de los hombres que iban y venían del barco se estiraban con fantasmal irrealidad. Uno por uno, fueron bajando los bultos que componían la macabra carga: 131 cadáveres, los primeros rescatados del desastre. Desde el puente, el capitán James Robinson siguió con atención la tarea. No tenía porqué hacerlo, pero algo en su interior le decía que era su deber. Sabía que su vida ya no sería la misma después de esas últimas diez horas en las aguas del Atlántico Norte, donde lo habían enviado para cumplir la peor tarea que podía imaginar.
La orden había llegado a las 9 de la mañana y él, de manera casi infantil, se había aferrado a una esperanza: quizás pudieran encontrar a alguien con vida. Sus ojos estaban cansados de contar muertos flotando a la deriva. La suma había llegado a 131 cuando dio la orden del volver a la base. Otros barcos continuarían con el trabajo durante toda la noche. Esperaba que, para consuelo de los deudos, encontraran a los 198 restantes. Además, si lo hacían, no tendría que regresar. El capitán Robinson rogaba no tener que volver al mar, no para eso.
Desaparición del radar
El vuelo 182 de Air India, que cubría la ruta Toronto-Londres-Nueva Delhi-Bombay habría desaparecido abruptamente de la pantalla de radar de la torre Shannon, en Irlanda, a las 8.13 de la mañana de ese domingo, 23 de junio de 1985. El Boeing 747 volaba a 9.450 metros de altura y estaba a 178 kilómetros al sudeste de las costas irlandesas. En poco menos de una hora tenía previsto aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Neathrow, en la capital inglesa, para recargar sus depósitos de combustible antes de reanudar su viaje hacia la India.
“De pronto dejamos de verlo en la pantalla y de inmediato supimos que algo malo había ocurrido. En estos casos hay dos opciones; o un desperfecto en el sistema de radares o la caída repentina del avión. Hasta ese momento el Boeing mantenía contacto normal con los controladores de la torre”, explicó más tarde Tim Keane, vocero del centro regional de control de tráfico aéreo de Irlanda.
La alarma se dio de inmediato y dos helicópteros Sea King de la marina británica y un avión de rescate Nimrod partieron hacia la zona donde se había perdido contacto con el Boeing. Al mismo tiempo, se alertó por radio a todos los barcos que navegaban en el área para que colaboraran con la búsqueda.
El primer aviso vino de un portacontenedores de bandera panameña, que informó haber localizado restos de un avión en el mar, a unos seis kilómetros de distancia. Poco después, el capitán Esteban Flaile volvió a comunicarse para decir que acababa de recoger tres cuerpos del agua y había avistado varios botes salvavidas sin inflar. “No hay rastros de sobrevivientes, seguiremos buscando”.
Diez minutos más tarde, el piloto del avión de rescate Nimrod dio su primer informe: “Vemos cadáveres flotando, balsas salvavidas desinfladas y partes del avión sobre la superficie de mar. No advertimos señales de sobrevivientes”, dijo por radio. En la Base Naval Cork, el capitán James Robinson recibió entonces la orden de zarpar.
Un contexto explosivo
Mientras los equipos de rescate se dirigían a la zona del desastre, un equipo de especialistas se reunió en Londres para recibir y analizar toda la información disponible sobre el vuelo 182. Aunque sabían que la última palabra la darían las pericias sobre los restos que se pudieran recuperar y, sobre todo, las cajas negras si se las podía localizar, los pocos datos con que contaban les permitieron sacar algunas conclusiones.
La abrupta desaparición del avión de la pantalla del radar reducía las posibilidades: una falla estructural tan fuerte como partir de golpe el avión en dos o una explosión a bordo. De otro modo, el piloto no solo habría podido enviar la señal de socorro, sino que el Boeing podría haber seguido en el aire e, incluso, si no podía llegar a tierra, intentar un amerizaje. Las características del 747 lo permitían: considerado uno de los aviones de pasajeros más seguros del mundo, podía llegar a planear durante media hora con los cuatro motores apagados y sin energía eléctrica. Aún en esas condiciones, no habría desaparecido de la pantalla del radar.
El primero en hablar sobre la posibilidad de un atentado fue Mike Ramsdem, redactor jefe de la revista Flight International y uno de los principales expertos ingleses en desastres aéreos: “La explosión de una bomba es la causa más probable para que un avión como este Jumbo, con un gran récord de seguridad y que ha salido airoso de grandes daños en el pasado, haya sufrido una catástrofe tan repentina y tan completa”, dijo.
Aunque todavía no podían admitirlo de manera oficial, las hipótesis de los expertos gubernamentales iban en la misma dirección. Además, no se podía dejar de lado el contexto en que había ocurrido la caída del avión: en las últimas semanas se había producido una cadena de atentados contra aviones y aeropuertos, incluso el secuestro de tres aeronaves, y ese mismo día, en Tokio, había estallado una bomba oculta en el equipaje de un avión de Canadian Pacific que acababa de ser descargado.
Con este último caso había una llamativa coincidencia: tanto el vuelo de Air India como el de Canadian Pacific habían despegado el mismo día desde aeropuertos canadienses. “Si, como pensamos, la tragedia del Boeing 747 indio es producto de un atentado, no podemos descartar un vínculo entre los dos hechos”, declaró en Otawa Sean Brady, vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores de Canadá, cuando habían pasado apenas ocho horas desde la caída del 747.
“Cadáveres por todas partes”
Después de supervisar la descarga de 131 cadáveres y de rendir su informe, el capitán James Robinson solo quería tomarse un par de whiskies y dormir para olvidar, pero no le dieron oportunidad. El comandante de la Base Cork le ordenó que lo acompañara para dar una conferencia de prensa ante una veintena de cronistas. “El capitán Robinson estaba pálido y ojeroso, lucía como un hombre infinitamente cansado. Respondió a las preguntas con tono suave, pausado y amable, pero resultaba evidente que, de poder elegir, habría preferido en cualquier otro sitio antes que allí”, escribió el corresponsal de la agencia UPI en su despacho.
El relato del marino estremecía. Explicó que el Aisling había barrido un amplio sector a unos 180 kilómetros de la costa, recogiendo los cuerpos de las víctimas y algunas pequeñas partes de la aeronave. Para hacerlo, bajaron los botes salvavidas, mientras los buzos se arrojaban al mar y arrastraban los cuerpos hasta ellos. Una vez cargados, los botes eran izados a la cubierta del barco. El marino no recordaba cuántas veces había repetido la operación. Solo podía informar que, al terminar la tarea, tenían 131 muertos a borde del Aisling. “Había cadáveres por todas partes. En cierto momento vimos un grupo de veinte flotando juntos. Es algo de la más desolador”, describió.
Los sargentos Brian Stephens y Stan Saunders, dos buzos estadounidenses de probada experiencia en salvamentos en el mar que estaban entrenando con colegas de la marina inglesa, se habían sumado a las tareas. Llegaron al área del siniestro en un helicóptero Chinook y se arrojaron al agua, donde comenzaron a colocar cuerpos en una camilla metálica que luego era subida al helicóptero. “Ninguno tenía chaleco salvavidas y tampoco vimos salvavidas inflados. Se ve que no tuvieron tiempo de nada”, dijo Stephens.
Saunders no ocultó el espanto que le había provocado la tarea. “Nunca estuvimos en algo tan espantoso. Nuestra misión consiste en recoger pilotos accidentados… Uno o tal vez dos al mismo tiempo… Jamás dieciséis como hoy”, explicó.
¿Una venganza de los Sikhs?
Veinticuatro horas después de la caída del Boeing, un periodista de The New York Times atendió una llamada. Del otro lado de la línea, un hombre con definida pronunciación británica que se identificó como integrante de un desconocido “Décimo Regimiento de la Federación de Estudiantes Sikhs”, se adjudicó el atentado contra el vuelo 182. Una hora más tarde, presuntamente el mismo hombre, llamó también a The NewYork Post con el mismo mensaje.
De vocación autonomista, durante 1984 las relaciones de los Sikhs con con el gobierno central indio se venían recalentando de manera notable, con atentados en territorio indio y feroz represión por parte de las autoridades. Era una posibilidad que no cabía descartar. Fue entonces que el primer ministro indio, Rajiv Gandhi, admitió la posibilidad de que se tratara de un atentado con explosivos y lanzó una advertencia a los gobiernos de Canadá, Gran Bretaña y los Estados Unidos, tradicionales refugios de disidentes sikhs. “Espero que esto sirva de lección y que las autoridades de los países donde se han refugiado ciertos extremistas se muestran ahora más firmes con ellos”, dijo.
Sin embargo, a través de sus jefes más reconocidos, los sikhs negaron tener relación con la caída del avión. “Los diez gurúes sikhs nos han enseñado que no debemos matar a seres inocentes e indefensos, Este tipo de acusaciones tiene como único objetivo difamarnos”, declaró a un periodista de la agencia AP Joginder Singh, uno de los jefes de la secta, desde la clandestinidad.
En algunos círculos occidentales se especuló entonces que las llamadas a los diarios neoyorquinos no habían sido auténticas sino obra de agentes de inteligencia del gobierno indio. Los sikhs tenían como regla adjudicarse todas sus acciones, de modo que no se podía descartar una operación de “falsa bandera”.