Unas recientes declaraciones del ministro de Energía e Hidrocarburos, Franklin Molina, quien afirmó que “nos podemos quedar con el litio bajo el subsuelo”, pone el dedo en la llaga sobre el peligro de que Bolivia pierda nuevamente una gran opción y que dejemos pasar de largo este tren por políticas públicas equivocadas y condiciones de seguridad jurídicas adversas para la atracción de inversiones necesarias para aprovechar esta ventana de oportunidad que podría convertirse en una de las principales locomotoras de un crecimiento económico sostenible.
Efectivamente, aunque estudios preliminares nos indican que el país tiene las reservas de litio más grandes a nivel global, esto no significa que el mundo dependa de nosotros y que tengamos una posición que pueda definir la evolución del mercado. Existen varios otros países productores que nos llevan décadas en el desarrollo de su producción y la consolidación de mercados de exportación ante los cuales han ganado la credibilidad de proveedores confiables.
Chile lleva más de 50 años con una posición de liderazgo a nivel mundial; Australia, aunque llegó después, ya alcanzó el primer lugar en la producción con la extracción del mineral desde la roca, un método más competitivo que el de la extracción de las salmueras de nuestros salares, y la Argentina, que lleva más de 30 años explotando el Salar del Hombre Muerto, ha crecido rápidamente.
En resumen, por la falta de un consenso interno, normas, políticas y condiciones claras, llevamos 40 años de atraso al procurar ingresar a este mercado. Además, desde 2006 se ha perdido tiempo valioso, cuando la demanda del litio comenzaba a despegar, primero por buscar socios entre afines ideológicos del oficialismo gubernamental, como Irán, y después por querer ir directamente a la industria de las baterías, un negocio dominado por muy pocas industrias a nivel internacional, en el cual es prácticamente imposible participar. No es casualidad que la Argentina, Australia y Chile se han concentrado en el carbonato de litio que venden a estas industrias.
Es cierto, estamos en el momento en el que el mundo ha desarrollado tecnologías que permitirán ampliar sustancialmente la utilización de los autos eléctricos, además de otros artefactos electrónicos, como los teléfonos celulares, cuyas baterías se basan en el litio. Sin embargo, también se están investigando sustitutos del litio para la industria de las baterías recargables, por lo que, dependiendo de los avances tecnológicos, en el futuro su demanda y su precio también podrían verse afectados por este factor.
Con este artículo no pretendo desconocer que nuestra historia de fracaso colectivo en la búsqueda del desarrollo y la prosperidad nacionales está íntimamente relacionada a nuestra dependencia de la extracción de los recursos naturales que ampliamente contiene el territorio boliviano. Primero la plata, después el estaño, el zinc, el gas natural y ahora el litio.
La cultura y mentalidad nacionales preponderantes se basan en el extractivismo, el estatismo y el populismo que deriva de ello. No es monopolio nuestro, muchos de los países menos desarrollados sufren lo que Jeffrey Sachs denominó la “maldición de los recursos naturales”. Por ello, considero que Bolivia será verdaderamente desarrollada cuando no dependa de algún recurso natural para sustentar su Estado y su economía, sino de la capacidad de inventiva, emprendimiento, producción y exportación en otros sectores, como la producción alimentaria, la industria manufacturera, el aprovechamiento renovable de los recursos biológicos, el turismo y la exportación de servicios como la logística de la interconexión bioceánica, el desarrollo de software y la salud, entre otros.
Sin embargo, seríamos tontos si no aprovechamos los recursos naturales para desarrollar el conjunto de nuestra economía y así asegurar nuestra estabilidad y la sostenibilidad del crecimiento. Para ello debemos aceptar que es necesario ofrecer otro marco jurídico que nos permita atraer las inversiones y las tecnologías necesarias, ganar credibilidad en los mercados internacionales y diseñar mecanismos institucionales para que los nuevos ingresos no se derrochen por la corrupción y las prácticas electoralistas, como, por ejemplo, nos enseñó Noruega con su Fondo Soberano que asegura el uso responsable y a largo plazo de sus ingresos por gas y petróleo.