Siempre había querido recibir un regalo de los que se descubren después de abrir varios envoltorios. Objetos que a primera vista se creen grandes y resultan diminutos. Ayer recibí un paquete que esperaba de Amazon. Es decir, sabía lo que era. Lo que no imaginaba era que luego de deshacerme de no sé cuántos sobres iba a terminar con un libro de veinte por quince centímetros y menos de cien páginas. No era un anillo, pero sí otra joya. Cada vez que tomo un libro nuevo me produce la misma sensación. Una que la fría pantalla no permite. Y es que, en este caso, el físico sí importa.
Traigo a colación esto —que es ya un debate corriente de gustos y preferencias de larga data— por el post desolador que leí por ahí de un profesor de historia (!) que decía: “Salvo por los cuentos de mis hijos, ya no quedan libros en mi salón. Desde ayer los tengo repartidos entre el trastero, el maletero del coche y un armario de mi instituto. El espíritu de los tiempos ha acabado por imponerse, incluso en los entresijos de mi propia convicción. Donde antes veía un bello trasfondo de cultura, ahora solo intuyo nidos de suciedad”.
No sé a ustedes, pero a mí esto no me suena a conversión sino a franca apostasía. “No. Ya no quiero libros en mi casa. Ya no quiero lápidas de cartones, hojas que amarillean, ni palabras que guardan un silencio escondido y perpetuo como sepultura”. Qué distantes suenan estas palabras a las de Borges, quien llamaba “universo” a la biblioteca, “que más allá de nosotros y del tiempo que nos devora, es la que perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, incorruptible y secreta”.
Umberto Eco propugnaba que si consideramos los libros como medicina, entenderemos que es bueno tener muchos en casa en lugar de pocos, cuando quieres sentirte mejor, entonces vas al “armario de medicinas” y eliges un libro. No uno al azar, sino el libro correcto para ese momento.
Rosa Montero se queja de haber sufrido una pobreza particular: creció en una casa sin libros. Su familia no tenía una biblioteca con qué alimentarla, así que tuvo que darse modos fuera del hogar para obtener ese pan. Jamás he sufrido una carestía parecida. Llegué a este mundo con semanas de anticipación, a poco de que mis padres se mudaran a un nuevo departamento. El cuarto color pastel no estaba listo. En cambio, debí dormir los primeros días de vida en una cuna rodeada de cajas de cartón llenas de libros.
Una amiga resolvió no casarse por tercera vez por miedo no a un nuevo divorcio, o bueno, no a la separación como tal, sino a lo que supondría la ruptura, una nueva división de sus bienes, entre ellos sus libros. Los físicos, lo que se tocan, se huelen, se rayan.
Eso sí, las bibliotecas reales son un reflejo de la irracionalidad. En tanto se vea en los libros un objeto fetiche y no un producto de consumo desechable, se perderá la dimensión de las cosas. Uno no cuestiona ya si alcanzarán el dinero y el espacio para una nueva adquisición: el ayuno resulta una sana opción y en el rincón de la lavandería seguro cabe un librero adicional... La patología comprende también el hecho de que se gasta en libros que no se leerán. Aunque como remarca Eco, es una tontería pensar que deben leerse todos los libros (físicos claro) que se compran; sería como exigir —dice— que se usen todos los destornilladores del cuarto de herramientas.
A diferencia del profesor de historia, a mi padre no se le ha impuesto el “espíritu de los tiempos”. Mantiene intacto su fichero en el que guarda una tarjeta bibliográfica por cada libro numerado y clasificado de sus estantes. Quienes hasta ahora sacamos alguno de sus ejemplares, debemos cumplir el trámite para evitar un colapso.
No heredé esa manía y soy algo desordenada; tengo libros regados por todas partes, pero en general la biblioteca principal de la casa persiste en su orden. Pese a que hace un tiempo tuvo que soportar una vejación. Una asistente aprovechó para darnos una linda sorpresa: ¡organizar los libros por tamaño! Dios quiso que, pese a que ya había “acomodado” la sección de política, apareciéramos antes de que avanzara a la siguiente estantería —la de literatura— y de que nuestra tarea de volverlos a su lugar se hiciera tan irrealizable que solamente quedara incendiar los anaqueles violentados.
Padezco severas alergias que me obligan a portar en todo momento un par de inyecciones de adrenalina. Uno de los detonantes menos agresivos de esas múltiples reacciones es el polvo, que afortunadamente solo provoca estornudos frecuentes que tienen harta a mi familia. Los distintos especialistas me han ordenado deshacerme de alfombras, flores y libros. Mi respuesta siempre ha sido “lo haré/gracias/hasta luego”. He conseguido remover las alfombras y reemplazar floreros por hermosas macetitas de flores artificiales.
En cuanto a lo otro, les cuento en un ratito. Primero voy a la biblioteca a buscar un libro que recuerdo haber comprado hace unos años (que no está entre los que hacen equilibrismo sobre las mesas de noche), cuyo título está referido en el que acabo de terminar. Y sí, ¡aquí está!, burlándose de mis alergias, pero esperando con paciencia.
La autora es abogada