Escoger nunca es fácil, aunque a menudo lo simplificamos con frases hechas: “Sigue tu corazón”, “Haz lo que te haga feliz”, “Elige lo correcto”. Pero ¿qué pasa cuando ninguna de esas opciones es clara? ¿Cuando todas las decisiones parecen difíciles y cada una arrastra consigo su propio peso de incertidumbres, riesgos y sacrificios? Es en esos momentos cuando enfrentamos lo que yo llamo “elegir bien nuestro difícil”.
La vida nos pone constantemente en encrucijadas. Algunas elecciones parecen menores: qué carrera estudiar, qué ciudad habitar, con quién pasar nuestros días. Pero todas ellas, tarde o temprano, se revelan como los ladrillos que construyen el sendero de nuestra existencia. Escoger siempre implica renunciar. Cada “sí” conlleva un “no” tácito, y cada renuncia, aunque sea temporal, es un duelo en sí mismo.
Es interesante cómo evitamos pensar en las decisiones como algo complejo. En una época saturada de consejos rápidos y gurús de la vida, parece que debemos tenerlo todo claro. Redes sociales, libros de autoayuda y charlas motivacionales nos bombardean con mensajes de certeza: “Si dudas, no es para ti”, o “si te esfuerzas lo suficiente, todo será posible”. Pero la realidad es mucho más ambigua. Elegir bien no siempre es garantía de resultados felices, porque hay factores que escapan a nuestro control, como el tiempo, las personas, o incluso nuestras propias emociones, que cambian con los años.
Escoger bien nuestro difícil es un ejercicio de honestidad. ¿Qué estamos dispuestos a sacrificar? ¿Qué de lo que elegimos responde realmente a nuestras prioridades y no a expectativas externas? Las respuestas a esas preguntas no son inmediatas, y a veces, ni siquiera definitivas. Vivimos en una constante negociación entre lo que queremos, lo que podemos y lo que creemos merecer.
Hace poco, escuché la historia de una mujer que debía decidir si permanecer en una ciudad que le ofrecía tranquilidad pero donde se sentía aislada, o regresar a su lugar de origen, lleno de estrés pero también de oportunidades. Su dilema no era un “difícil” cualquiera; era un reflejo de cómo, al final, nuestras decisiones terminan moldeando nuestra identidad. ¿Quién quería ser ella en ese punto de su vida? ¿Qué pesaba más: el aquí y el ahora, o el futuro que podía construir?
La clave está en reconocer que no existe el difícil perfecto. Todas las elecciones tienen su cuota de dudas y riesgos. No siempre habrá certezas ni garantías. Pero sí podemos acercarnos a una decisión más consciente si aprendemos a escuchar nuestra voz interior por encima del ruido. Esa voz que, aunque a veces se confunde con el miedo, también nos recuerda nuestras prioridades, nuestros valores y nuestros sueños.
Elegir bien nuestro difícil no significa acertar en todo. Significa tener la valentía de decidir con el corazón y la cabeza alineados, conscientes de que no hay decisión que no traiga consigo aprendizajes. Porque incluso cuando nos equivocamos, podemos convertir el error en una oportunidad para redireccionar nuestro camino.
Y al final, tal vez la verdadera sabiduría radique en esto: saber que toda decisión, por difícil que sea, forma parte de lo que somos. Elegir bien no es encontrar la respuesta perfecta, sino dar el paso con fe, con la certeza de que, pase lo que pase, tendremos la fuerza para adaptarnos, aprender y seguir adelante. ¿Qué difícil vas a elegir hoy?