Una de las mayores calamidades para un país sucede cuando sus líderes y gobernantes anteponen criterios políticos sobre la realidad económica y especialmente cuando usan esta última como una herramienta para sostenerse el poder o debilitar a sus adversarios, incluso vulnerando las normas y mecanismos que la regulan.
El más reciente episodio del conflicto político, que derivó en un acuerdo para viabilizar las elecciones judiciales, tanto el Gobierno como las oposiciones incluyeron como moneda de cambio la aprobación de siete créditos externos, por algo más de 752 millones de dólares, acordados en gestiones pasadas con el BID, la CAF, JICA y Fonplata, y que están destinados a financiar proyectos de electrificación rural, construcción de carreteras, ampliación del teleférico y apoyo a la salud.
Según establece este acuerdo, la aprobación legislativa de estas operaciones (que ya fueron consideradas por las comisiones respectivas) no depende de su pertinencia, condiciones del préstamo, fiscalización o características técnicas, ni siquiera del crecimiento acelerado de la deuda externa, sino de la votación del rival sobre otras leyes relacionadas con las elecciones judiciales y la prórroga de los magistrados, es decir de problemas que nada tienen que ver con la economía y que fueron ocasionados precisamente por la ineficiencia e indolencia de los mismos diputados y senadores que hoy condicionan su tratamiento.
Pero, además, esta posición cercana al chantaje se sustenta en la presunción de que el Gobierno necesita con urgencia la aprobación de los créditos en cuestión para sostener su plan económico y por lo tanto su valor de intercambio ha aumentado.
Cual si se tratase de un mérito, los diputados y senadores expresaron públicamente esta posición y se ufanaron de ella, omitiendo (por supuesto) en sus intervenciones el hecho de que los créditos no son para el gobierno, sino para obras de necesidad pública; que los recursos que ingresen aportarán (así sea en mínima proporción) a enfrentar la grave carestía de dólares que soporta nuestra economía; que la alta politización de la economía es una de las causas por las que Bolivia registra las peores calificaciones de riesgo país; que impedir la aprobación de préstamos pone en duda la seriedad del Estado ante los organismos multilaterales; que la facultad de aprobar leyes es una responsabilidad que les asigna el pueblo y no les da derecho a condicionarlas a otros objetivos, y que al supeditar créditos para obras públicas también menosprecian las decisiones y proyectos de las regiones a las que debieran responder.
Sin embargo, desde el oficialismo también se imita este comportamiento, ya que, para viabilizar la realización de las elecciones judiciales y tratar la autoprórroga inconstitucional de vocales y magistrados, demandan la aprobación previa de los créditos, convirtiendo a estos instrumentos de la gestión en un objeto de negociación política, exponiéndolos a ser postergados por un periodo, o peor aún, a ser cancelados definitivamente.
Aunque es evidente que la economía y la política son dimensiones complementarias en la gestión pública, el priorizar los objetivos e intereses políticos sobre las consideraciones económicas, conlleva riesgos significativos para un país, ya que afectan el crecimiento, la estabilidad, la inversión y la seguridad jurídica.
Las decisiones que se basan en agendas partidarias y no consideran la realidad económica pueden resultar en políticas que no fomentan la eficiencia productiva y la innovación, lo que a su vez puede limitar el potencial de crecimiento a largo plazo. Además, la incertidumbre creada por las decisiones políticas a menudo puede desalentar la inversión privada y obstaculizar el crecimiento.
La estabilidad económica también se ve comprometida, ya que las orientaciones basadas solamente en intereses de posicionamiento y poder pueden generar la manipulación de políticas monetarias y fiscales, volatilidad en los mercados financieros y distorsión en los indicadores macroeconómicos. Esto a su vez puede afectar seriamente la confianza de los agentes económicos, lo que dificulta la planificación a largo plazo y la toma de decisiones.
Lo más grave de este conflicto, es que, pese a las señales internas y las alertas externas, es evidente una falta de voluntad de todos los actores políticos para enfrentar la crítica situación económica por la que atraviesa nuestro país y el grave riesgo que se cierne sobre la estabilidad social. En un momento en que se requiere un acuerdo nacional para salvarnos del despeñadero, quienes tienen la responsabilidad de actuar pensando en el bienestar público se enfrascan en confrontaciones estériles, arriesgando las pocas opciones que tenemos para mitigar los efectos de una situación que ya nos está dañando seriamente.