Aunque los crecientes problemas económicos y políticos han disminuido la atención pública sobre otros temas, la persistencia y gravedad de los efectos nocivos del cambio climático nos recuerdan que, como el resto de la humanidad, Bolivia atraviesa por una crisis que amenaza con modificar definitivamente las condiciones de vida que hemos conocido hasta ahora.
En un informe reciente, el Servicio Climático de la Unión Europea ha revelado que, en el periodo de enero 2023 a enero 2024, el mundo superó los 1,5°C de calentamiento global, ocasionando que en muchos países se registren temperaturas por encima de las conocidas. Precisamente, en octubre de ese año, Bolivia alcanzó en promedio los 40,3°C llegando, en algunos municipios como Yacuiba, a los 45°C. En noviembre del año pasado, desde la ONU se advertía que, al ritmo actual, el mundo se dirige hacia un aumento de su temperatura media de entre 2,5ºC y 2,9ºC.
Las consecuencias del aumento de las temperaturas, generadas por el efecto invernadero y agravados en nuestra región por los fenómenos de El Niño y La Niña, son responsables de desastres naturales como la sequía y las inundaciones prolongadas que tienen un resultado dramático en la producción agrícola y pecuaria, los regímenes hidrológicos y la biodiversidad, lo que a su vez impacta significativamente en el aumento de la pobreza, la inseguridad alimentaria, daños a la salud y los servicios sanitarios, la migración y la desigualdad.
En el caso de Bolivia, el efecto es aún más crónico debido a la presencia de varios de los factores de riesgo y vulnerabilidad, como la crisis económica, la inestabilidad política, las migraciones internas, los patrones de urbanización, la explotación descontrolada e ilegal de los recursos naturales y la degradación ambiental.
El reporte EM-DAT, una base de datos mundialez sobre desastres naturales, administrado por la Universidad de Lovaina, señala que entre 1965 y 2020, Bolivia, experimentó 84 fenómenos meteorológicos extremos como sequías, inundaciones, incendios forestales, deslizamientos y olas de calor, que causaron daños por 3.700 millones de dólares, equivalentes al 9% del PIB actual.
El año pasado nuestro país soportó una de las sequías más extremas en los últimos años. Siete departamentos presentaron una drástica caída en la disponibilidad de agua y 124 municipios con 550.000 familias se declararon en desastre. Debido además a que hemos perdido el 50% del área de los glaciares de la cordillera, el lago Titicaca descendió a su nivel histórico más bajo; las represas que alimentan la ciudad de Potosí casi desaparecieron y las de El Alto perdieron tanta agua que fue necesario el racionamiento.
Cerca del 70% de los cultivos de granos, especialmente quinua, se dañaron y más de 100.000 cabezas de ganado fueron afectadas. Sin embargo, algunos especialistas estiman que la situación en 2024 podría empeorar ya que el país transita hacia el fenómeno de El Niño, caracterizado por la falta de lluvias.
Uno de los mayores problemas es que, pese a que Bolivia está entre los países con mayor disponibilidad de agua en el mundo, posee un déficit anual que afecta al 13% de la población urbana y al 38% de la población rural; además, es el país con menor capacidad de almacenamiento en embalses de agua de la región.
A diferencia de las crisis políticas e incluso económicas, que se solucionan con el diálogo, este es un problema irreversible cuyo impacto solo puede mitigarse en sus efectos y en la capacidad de prevención, resiliencia y adaptación.
Es necesario crear políticas públicas para diversificar las fuentes hídricas, mejorar la distribución de agua potable y el sistema de alcantarillado y generar una cultura de manejo del agua, vinculando la gestión de riesgos con la preservación de la biodiversidad, los planes de desarrollo y los ecosistemas estratégicos. Urge cambiar radicalmente las políticas medioambientales de nuestro país, fortalecer los mecanismos de alerta temprana, destinar mayor inversión en programas de prevención, optimizar la capacidad pública de atención de desastres, la articulación de auxilio y el endurecimiento de sanciones para la quema y tala ilegal de bosques, el desvío de ríos y el dragado de cauces, entre otros.
Pero, ante todo, debemos ser capaces de mirar el futuro de manera diferente, cambiando nuestra narrativa sobre los nuevos tiempos y las nuevas realidades generadas por el cambio climático, más allá del derrotismo, la lamentación y la búsqueda de culpables. La sobrevivencia está en la adaptación y es local. De nosotros depende generar las condiciones para hacer frente a este futuro irreversible y tremendamente difícil.
El autor es industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia