Cuando Concepción Caparroz escuchó al economista que comentaba en la radio los pormenores de un panorama sombrío y desalentador, no pudo menos que espantarse, su susto llegó al pánico cuando el profesional afirmó que “ya estábamos viviendo los efectos del mal manejo económico”; su miedo era real, porque ella pensaba que aún se estaba viviendo algo parecido a la estabilidad.
Fue desde ese minuto que ella empezó a hilar cabos, y llegó en poco tiempo a la conclusión de que en los hechos ya se estaba ejecutando en el país un corralito con todas sus formas, que el aparato estatal era descomunalmente grande, que el gasto corriente no podía pagarse ni con los impuestos recaudados, y que era absurdo pretender sostener una inversión pública similar a la de los tiempos de bonanza cuando en la realidad el país se caía a pedazos.
Concepción Caparroz era una madre soltera de cuarenta y tantos años, y sufría lo indecible por tratar de sacar a flote a su único hijo. El precio elevado de los medicamentos que cada día se incrementaban por la falta de dólares y el costo de los productos de la canasta familiar la acogotaban a diario. Para colmo de males, nunca tuvo la oportunidad de encontrar un trabajo estable, porque el poder público decidió en su momento matar al empresariado local con la imposición de un segundo aguinaldo e incrementos salariales alejados de toda lógica y razón. Por eso, era que se solventaba con lo que podía y cuando así lo disponía el destino.
A ella no le interesaba si había o no gasolina o diésel, porque en sus planes no estaba tener un coche, tampoco entendía varios de los reclamos de los exportadores ni creía las mentiras de los ministros de Estado, pero sí sabía que todas esas maromas engañosas eran los síntomas inequívocos de la crisis.
Bajo su leal saber y entender, el poder había metido la pata una y otra vez, no otra cosa podía significar que en un país democrático el gobierno tenía a su disposición jueces corruptos que hacían y deshacían la poca equidad que aún quedaba.
Concepción Caparroz era licenciada en alguna de las áreas de la ciencia que no daba dinero, y de política y economía sabía poco, pero cuando les comentó a sus colegas que había escuchado a un experto en el área avisar que la única forma de superar la crisis era cambiar de modelo económico, y que ello implicaba pisar tierra, quitar las subvenciones y empezar a pagar lo que realmente vale la gasolina y el pan, a reducir el aparato estatal y a liberar las exportaciones, sus amistades se espantaron, se santiguaron y dieron muestras efusivas de que aquello no debería pasar jamás.
Concepción Caparroz no retrocedió, sabía que Bolivia estaba camino a la quiebra y estaba consciente de que el único camino para salir de la desgracia era abrazar nuevamente las ideas de mercado.
El autor es escritor, ronniepierola.blogspot.com