La institucionalidad está derruida, para salir del riesgo de Estado fallido se deben asumir medidas alejadas del sistema que nos ahoga como nación, sin presidencialismo y sin parlamentarismo.
Se dice que la política es la ciencia de las realidades, pero también las utopías pueden empujar a lograr el bien común.
Abominamos el autoritarismo destructivo que rige en el país, pero tampoco somos partidarios de la seudodemocracia instalada en Latinoamérica.
No nos convence la llamada democracia representativa con la que —está harto probado—a mi nombre, “mi representante”, al que le pago y mantengo, hace lo que le da la gana conmigo, me impone los impuestos que quiere, me roba, realiza contratos infames entregando nuestros recursos naturales a consorcios internacionales, me puede poner grilletes cuando quiere, también mordazas para que no hable, mata mi libertad y si me atrevo a protestar me agarran a patadas en las calles, me echan gases y me lanzan a sus perros para ir a parar a la cárcel.
Eso me hace “mi representante” que, desde ya, se ha vuelto millonario, ya no es el modesto hombre que conocí y que yo creía que estaba rodeado de virtudes, que era un hombre honrado e inteligente.
“Mi representante” —montado sobre los hombros de los ciudadanos, rodeado de serpentinas y guirnaldas, con bandas de música— entrega obras públicas como si fuera un obsequio dadivoso que me ofrece con su dinero cuando esa es su obligación y lo hace con plata de nuestros impuestos.
Por eso aspiro a que esa democracia sea auténticamente directa y no tramposa como la hoy estampada en la simbólica Constitución. Que la organización del Estado sea radicalmente distinta, que deje de ser el cobijo de la militancia clientelar, que se liquide al centralismo abusivo, que el gobierno nacional se ocupe de las relaciones internacionales y la coordinación con los gobiernos departamentales.
Debiera instaurarse una distribución equitativa del presupuesto nacional eliminando el concepto del “eje central” centrípeto, para el logro del desarrollo armónico de todos los departamentos.
Que el ahora vergonzoso Parlamento sea unicameral, reducido a su mínima expresión. Sus atribuciones deberían limitarse a cuestiones ajenas a las competencias departamentales y a tareas de simple coordinación, porque las cuestiones internas trascendentes de importancia nacional y departamental, deberían encontrarse bajo la competencia de referéndums y de cabildos nacionales y departamentales rigurosamente reglamentados, con vigencia de la revocatoria para todas las autoridades públicas, de tal forma que el ciudadano directamente, sin intermediarios llamados “representantes”, sea el verdadero gobernante.
Los jueces y fiscales con jurisdicción departamental serían designados mediante referéndum en cada departamento, y sujetos a revocatoria. Es sencillo identificar a cada postulante dentro del ámbito departamental.
Existiría una guardia departamental controlada directamente por el pueblo mediante la revocatoria a través de cabildo.
Desde luego que este genérico planteamiento requiere de una profunda transformación del Estado, de cada una de sus instituciones, al punto que se trataría casi de una revolución y no de una simple reforma, sería reconstruir el país desde sus cimientos. Sabemos también que muchos dirán que se trata de una locura, pero así sea, y podría ser posible a condición de que el ciudadano renuncie a su condición de inconsciente lacayo de un manojo de sinvergüenzas que se enriquecen a su costa.