El inédito acuerdo, suscrito el pasado 19 de febrero entre las máximas autoridades económicas del país y la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB), tiene muchas implicaciones que van más allá de la búsqueda de soluciones a la crisis cambiaria. Es la primera vez, en el gobierno del presidente Luis Arce, que se firma un convenio de esas dimensiones entre los sectores público y privado, y que un encuentro entre empresarios y autoridades trasciende a las reuniones protocolares y mesas de trabajo que no generaron soluciones ni resultados medibles.
Pero, además, este acuerdo parece haber terminado con un sistema de diálogo selectivo que se limitaba a convocar a dirigentes de los llamados sectores sociales, que carecían de interés, conocimiento y experiencia mínima en temas como formalidad, exportaciones, presión tributaria o seguridad jurídica y, sin tomar en cuenta a los empresarios, se tomaban decisiones de política económica a través de pactos de dudosa utilidad y normalmente perjudiciales para los sectores productivos.
También es novedoso que el acuerdo haya incluido, sin mayor inconveniente, la aprobación de medidas demandas por algunos sectores empresariales, como la liberación de exportaciones, la devolución de los Cedeim (certificados de devolución de impuestos) o el fomento de inversiones para el sector agrícola, además de otras recientes como el límite a las comisiones bancarias para importación, la libre importación de carburantes, la emisión de bonos en dólares o la actualización de pesos y longitudes permitidos en transporte de carga. Curiosamente, muchas de estas demandas fueron antes sistemáticamente rechazadas por las autoridades con argumentos políticos inconsistentes.
Otro aspecto destacable y poco habitual, ha sido la celeridad de todo del proceso ya que, apenas transcurrieron 72 horas desde la reunión donde la CEPB y los sectores empresariales presentaron sus propuestas y demandas, para que se suscribiera el acuerdo de los 10 puntos, y menos de 48 horas para que se estableciera una banda de precios por comisiones bancarias, se liberara la exportación de los derivados de la soya, y se abrieran los espacios de diálogo para resolver los otros temas de la agenda.
Aunque muchos análisis han concluido que el acuerdo es producto de la necesidad coyuntural del Gobierno para captar dólares o de su intención de cargar sobre el empresariado una parte de su propia responsabilidad, e incluso que se trata de medidas incompletas, tardías e insuficientes, lo cierto es que el diálogo y el acuerdo son avances importantes que deben ser medidos en su alcance real, pero, ante todo, en sus potencialidades.
La liberación de las exportaciones, por ejemplo, es una medida necesaria que revierte una de las más nocivas afectaciones a la economía boliviana, que permaneció durante 16 años y generó pérdidas de más de 6.000 millones de dólares al país. Sin embargo, no tendrá efectos positivos si no hay liberación plena y si no se crean las condiciones para aumentar y diversificar la producción agrícola y ganadera. Esto pasa por garantizar seguridad jurídica para la inversión privada, recuperar la institucionalidad, eliminar las barreras a la biotecnología, garantizar la provisión constante de energía al sector, combatir el contrabando y adecuar la normativa que permita aprovechar la creciente demanda mundial.
Pese a que puede ser incompleto y desordenado, el diálogo y el consenso que parecen vislumbrarse con el acuerdo de los 10 puntos, son señales y resultados sobre los que hay que seguir construyendo, especialmente en un momento en que nuestra economía atraviesa por una de sus etapas más difíciles de las últimas décadas, que el Estado carece de los instrumentos para enfrentar la crisis y, que un eventual colapso va a arrastrar a empresas y ciudadanos por igual.
El empresariado nacional siempre demandó que se tomaran acciones de previsión para momentos críticos, sugirió realizar ajustes en el modelo económico y, fundamentalmente, reclamó por una articulación pública privada que le otorgue mejores condiciones para desempeñar su rol de producir, crear empleo, generar riqueza y dinamizar la economía.
Hoy nos encontramos frente a una situación límite que demanda el doble de esfuerzo y coloca al sector privado nacional ante un desafío enorme que puede enfrentar con solvencia, siempre y cuando el sector político asuma también la urgencia de redireccionar el rumbo de la economía y decida implementar medidas estructurales que permitan sortear la crisis y avanzar hacia el desarrollo y crecimiento que el país necesita. En tanto eso no ocurra, cualquier esfuerzo resultará estéril.