Hace mucho tiempo que no asistía a un curso que me gustara tanto. El pasado 6 de abril, Yamil Cárdenas, doctor en Inteligencia Artificial, impartió un curso de este campo del conocimiento en la Facultad de Ingeniería de la UCB, al que asistimos varios docentes del Departamento de Cultura y Arte. A medida que escuchaba la disertación, los porqués sobre los nuevos avances de la tecnología me daban vuelta la cabeza, aunque también me cuestionaba su para qué. Es decir, analizaba las cosas desde una perspectiva filosófica y humanística, mucho más que técnica. Sin embargo, muy dentro algo me decía: «No hay vuelta que dar. La historia es experta en dar giros inesperados. Sí. Pero las tendencias apuntan a la presencia irreversible de la IA en casi todas las áreas. Por tanto, hay que aceptarla y tratar de llevarse bien con aquel cambio».
En este escenario, creo que a nivel global existen generalmente dos tendencias: la de los apocalípticos que piensan que la humanidad está por vivir su peor época, por un lado, y la de los ansiosos exitistas que cuentan los días para ver el transhumanismo y que los hombres de carne y hueso seamos superados por un robot, por otro lado. Como todos los extremos, considero que aquellos son también malos por diversos motivos. Pero lo que ahora me interesa analizar es la posibilidad de que la IA puede brindar a la educación del presente y el futuro. En este contexto, lo que cabe es hacerse preguntas. Muchas preguntas.
¿Estará el cerebro humano —ese órgano tan desconocido incluso por los mejores especialistas— llegando a sus límites? ¿Pero cómo podríamos pensar aquello —como efectivamente sospechan algunos pensadores—, si no lo conocemos todavía? Si el cerebro humano tuviera mucho que ofrecer aún, ¿podría la IA servirnos para potenciar el intelecto y descubrir nuevas habilidades que no usábamos hasta hoy o que ni siquiera sabíamos que las teníamos? ¿Cómo servirnos de la IA en un mundo educativo que, al mismo tiempo que es más segmentado y específico es también más transdisciplinario, interconectado y global? Y finalmente, ¿cómo adaptar mi desempeño de docente a un constante cambio en el que las generaciones más jóvenes tienen diferentes nociones del mundo y están a la vanguardia de la tecnología digital? ¿Dónde quedan —y para qué— la historia, la filosofía, la literatura y las artes?
Pienso que el reto que enfrentamos los educadores es grande; en palabras sencillas, se resume en tratar de seguir siendo útiles y de aportar un valor agregado que el internet y el cruce de datos no puedan otorgar a los estudiantes, teniendo en cuenta que las últimas generaciones salen del vientre materno y a los pocos días están ya digitando un dispositivo electrónico conectado a internet.
En este escenario, ¿temer o soñar sin medida? Creo que ninguno, porque ambos pueden resultar peligrosos. La palabra clásica de Aristóteles y Horacio sobre el justo medio (la mediocridad áurea) podría seguirnos sirviendo en este sentido: analizar la situación particular y servirnos de la IA como profesores cuando sea pertinente y útil, pero también ponerle límites cuando sintamos que transgrede los valores humanos y morales universales sobre los que se asienta nuestra civilización.
Al final del curso del 6 de abril, hice una pregunta al profesor Cárdenas, una pregunta que no era técnica, sino de reflexión personal: «¿Cree usted que la IA y los algoritmos estén haciendo al ser humano más feliz (o menos infeliz, si se quiere)?». Reflexionó unos segundos y me respondió que su plan de vida era, luego de culminar su carrera en la academia, irse por un tiempo a Nepal, para conectar espiritualmente y dejar de lado el mundo turbulento de los datos y los artilugios digitales. Con esa respuesta, me dio a entender que no, que lo más seguro era que esta vida digital, este sprint por encontrar siempre algo más allá, quizá no nos hace más felices. De todas maneras, pienso que hay que tratar de hacer de la IA un aliado, intentar convivir sanamente con ella, porque no se irá, incluso si quisiéramos que se fuera. Al respecto, puedo citar a Shakespeare, quien, por boca de Cimbelino, rey de Bretaña, invita al ser humano a aceptar el tiempo que le tocó vivir, a no creer que estamos en el umbral de un apocalipsis, pero también a no pensar que estamos a dos pasos del paraíso terrenal: «Brindémonos a la época tal como nos ansía».