el asilo diplomático es una institución jurídica latinoamericana. Tan es así que en 1928 en La Habana, nos propusimos establecerla como parte del sentido común o de las prácticas aceptadas.
Las embajadas deben servir para cuidar la vida de cualesquiera perseguido, así de claro.
Por ejemplo, en 1973 casi no había espacio en ellas para recibir a los seguidores de Allende en Santiago, pero tampoco había lugar cuando miles de cubanos treparon las rejas de la embajada de Perú en La Habana. El asilo era tanto para enemigos de Pinochet como para enemigos de Castro. Ello permite pensar que el asilo ayudó, ayuda y ayudará a todos los proscritos por sus ideas sean éstas de izquierda o derecha.
Sin embargo, como ha quedado claro por el último incidente en Quito (5 de abril, 21:00), no es lícito otorgar asilo a políticos corruptos ni a delincuentes comunes. El derecho internacional establece además que la calificación de la supuesta persecución es labor del estado asilante, no del estado territorial (Convención de Caracas, artículo IV, 1954).
Volviendo a Quito, la declaratoria del exvicepresidente Jorge Glas como perseguido político era tarea exclusiva del mexicano López Obrador (AMLO), uno de los latinoamericanos peor informados acerca de la situación de cualquier país que no sea el suyo.
Pregunta incómoda: ¿puede un Estado asilante invitar al peticionario a abandonar la legación diplomática y regresarse a su casa? Claro que puede. A fines de 2018, el expresidente de Perú Alan García tuvo que resignarse a quedar atrapado en Lima cuando el gobierno de Uruguay le negó el asilo.