“Me da vergüenza que en la Argentina una mujer padezca violencia de género” arengaba Alberto Fernández a inicios de su presidencia; meses antes de declarar -frente a un grupo de chicas ataviadas con pañuelos y barbijos verdes- que se encontraba muy feliz de ponerle fin al patriarcado. Alberto, en un acto histórico, acababa definitivamente con la desigualdad y el maltrato a las mujeres a través de la creación del Ministerio de las Mujeres... “Es un deber del Estado, reducir drásticamente la violencia contra las mujeres. No hay más espacio para ser tolerantes con los violentos. Les prometo que el primer feminista voy a ser yo”, insistía el peronista, antes alfonsinista.
Años después de esas conmovedoras declaraciones, y pese a que una secretaria del Ministerio de las Mujeres (¡ay!) había convencido en su momento a la primera dama de no contarle a nadie lo sucedido, se filtró la denuncia interpuesta por ella contra Alberto Fernández por violencia de género. Fabiola Yánez, que además es madre del hijo menor del expresidente, lo acusó de haberla golpeado mientras vivían en la residencia presidencial, de someterla a “terrorismo psicológico” y de acoso telefónico.
Como lo haría el expresidente y ex primer feminista de Argentina, el gobernante chileno, de la misma línea, pidió a sus compatriotas, al comenzar su administración, “tomar el feminismo en serio”. Gabriel Boric llegaba a La Moneda portando el estandarte con las políticas de género bordadas.
Hasta ahí todo bien: la mayoría de los chilenos recibió de buena gana la lección (una de tantas que nos brindan desinteresadamente los censores de la moral y el pensamiento). El problema es que justo el que hasta hace poco fuera subsecretario del Interior, Manuel Monsalve, andaba distraído ese rato y no escuchó la instrucción presidencial. Hace unos días se presentó una denuncia en los juzgados santiaguinos contra él por abuso sexual y violación. Pero por fortuna, los grupos de bailarinas que gozan haciendo coreografías mientras cantan “el violador eres tú” estaban agotadas de tanta performance y se habían tomado un descanso; así que el exfuncionario, que sí podría ser un violador, se salvó de ser apuntado...
En España también hay feministas transas (chantas) de alta gama. Al punto de que el nombre de uno de ellos acaba de secuestrar todos los medios de comunicación y las redes sociales. Resulta que una actriz interpuso una denuncia contra el hasta entonces diputado y portavoz activo de una agrupación cogobernante de izquierda, Íñigo Errejón, por hechos que, de ser probados, constituirían un delito de agresión sexual. A esto se suman testimonios con el hashtag #Errejón en los que distintas mujeres narran cómo el político habría utilizado su posición de poder para tener “sexo violento” con ellas.
Si se habla tanto del político español, no es solamente por la naturaleza de las acusaciones de violencia machista en su contra, sino, sobre todo, por el dilema que supone que estas denuncias toquen a un personaje que se autodeterminaba —con insufrible arrogancia- abanderado de una pila de valores progresistas.
Nunca he creído en los procesos inquisitorios —con denuncias anónimas y condenas sumarias— del movimiento #MeToo. Por ello me parece aberrante la sentencia social prematura que le han dictado a Íñigo. Lo que, en mi maldad, no deja de producirme cierta satisfacción (él ha aceptado algunas de las acusaciones) es la verificación de que para pontificar, primero hay que tener fe; y de que para dar lecciones desde la superioridad moral, primero hay que poseer moral.
Y como pasó con los entornos de Alberto Fernández, Manuel Monsalve o Evo Morales aquí en Bolivia, los amigos supuestamente feministas de Íñigo optaron por dirigir el #YoTeCreo a su líder; e ignorar a las posibles víctimas. De hecho, en todos estos episodios, correligionarias cercanas a los políticos que sabían de las acusaciones, pidieron a las supuestas víctimas no denunciar; no fuera a ser que aquello perjudicara a sus compañeros (feministas todos, hasta que el eventual agresor es uno de los suyos).
La corrección política está repleta de incongruencias; y si sigue navegando con la bandera inmaculada de la bondad, mientras su barco transporta indistintamente alimentos para los pobres y sustancias controladas o explosivos, hará olas y varios se seguirán lanzando desde ahí al mar.
Promover una agenda de protección a la mujer con tanta disonancia discursiva y con ministras que callan presuntos delitos como la violencia de género o el estupro, revela que la manipulación y las prácticas de control emocional no afectan solo a las eventuales víctimas: conforman un sistema perverso e hipócrita. Por mantener indemne el proyecto político, estos impostores desechan la causa feminista que dio réditos, y se prenden repentinamente del Estado de derecho y del tan vilipendiado principio de presunción de inocencia...
Allá ellos. Yo me despido cantando a Charly García: Transaaas/ Transaaas...
La autora es abogada