Hace unos días, la Asociación Nacional de Productores de Oleaginosas (Anapo) advirtió que la producción de alimentos para el país sufre una nueva amenaza, esta vez por el riesgo de que al menos 70 mil hectáreas, ubicadas en la provincia Guarayos de Santa Cruz y destinadas al cultivo de soya, maíz y sorgo, sean completamente avasalladas por bandas irregulares que ya han tomado cinco predios en la zona.
Las tierras en peligro están destinadas a producir 300 mil toneladas de granos y pueden generar 120 millones de dólares en exportación, que se perderían si los asaltantes logran su propósito. Pese a que se ha identificado a los cabecillas y se han sentado las denuncias, las autoridades no han tomado ninguna medida.
Lo ocurrido en Guarayos no es un caso aislado. Desde hace 20 años los avasallamientos de tierras se han vuelto muy comunes en Bolivia; aumentaron en número y en violencia, alcanzan incluso a las propiedades urbanas y se extienden a zonas mineras, ganaderas y madereras.
El ministerio de Gobierno reveló que en 2022 se registraron 272 denuncias por toma ilegal de predios, (el 80% ocurrió en Santa Cruz), aunque la Fundación Tierra estima que estos eventos sobrepasan los 300 anuales. Muchas veces, los delitos no se denuncian porque los propietarios carecen de tiempo y recursos para seguir los farragosos procesos judiciales o porque prefieren llegar a acuerdos con los avasalladores. De todos modos, el sistema jurídico tampoco es una garantía ya que la propia Ley Nº 477 establece procedimientos largos y complejos que no se aplican en áreas rurales, porque los asaltantes de tierras son grupos criminales violentos y armados, e incluso porque en muchos casos están aliados con el poder político. Huelga recordar a un exministro de Estado que, en 2022 fue condenado a 8 años de cárcel tras haber sido encontrado en flagrancia recibiendo una coima por favorecer un caso de saneamiento de tierras en Santa Cruz. Si los delincuentes son capaces de sobornar a ministros, no les sería difícil hacer tratos con jueces agrarios, funcionarios del INRA, fiscales o policías.
Los avasallamientos tienen fines económicos y los planifican y ejecutan bandas organizadas que reclutan grupos de personas para tomar predios donde construyen chozas rústicas. Una vez instalados negocian su salida a plan de chantajes, o gestionan ante el INRA algún tipo de derecho propietario, aunque sea irregular, para luego vender las tierras a precios exorbitantes. En este modelo siniestro nada les está vedado: del mismo modo asaltan propiedades privadas o públicas, tierras fiscales, parques nacionales, áreas mineras o territorios indígenas.
Sin embargo, el descontrol tiene su origen en las políticas de expansión al oriente, saneamiento de tierras y minifundio, impulsadas por el gobierno del MAS desde 2006, que incluyó una estrategia de colonización a gran escala y la entrega de predios a correligionarios migrantes. En 2022, la Fundación Tierra señalaba que “El 96% de tierras fiscales en el oriente fue entregado a Bartolinas, interculturales y a la Csutcb”; y adicionalmente informó que los interculturales tienen más de 1.000 solicitudes de asentamientos en tierras fiscales cruceñas, pendientes de aprobación.
Los grupos delincuenciales aprovechan este plan (que viene con protección política e impunidad garantizada) para ejecutar su modus operandi en cualquier predio. Si les resulta fácil hacerlo en tierras fiscales y privadas, el ingreso a los parques nacionales no les genera ningún esfuerzo, especialmente si consideramos que nuestro país tiene 295 guardaparques para proteger 22 parques nacionales que suman 182.716 kilómetros cuadrados.
El impacto de este delito es inconmensurable. Desde la deforestación, incendios provocados, afectación al medio ambiente, inseguridad jurídica, desincentivo a la inversión agrícola y pecuaria, conflictos violentos, delincuencia organizada, incertidumbre en la tenencia de la tierra, anomia estatal, expansión del narcotráfico y la minería ilegal. Todo en el marco de una política ineficiente y anacrónica, y de instituciones que han perdido legitimidad, transparencia y capacidad para enfrentar un problema que más temprano que tarde va a generar un conflicto social incontrolable.
El problema el altamente complejo y requiere un enfoque integral que combine la reforma legal, la despolitización del INRA y del sistema judicial agrario, el fortalecimiento institucional y la participación activa de la sociedad civil. Sólo a través de una acción coordinada y sostenida se podrá garantizar el retorno del Estado de derecho al área rural, y recuperar paulatinamente la seguridad jurídica que hoy es prácticamente inexistente.