“La naturaleza no es solo lo visible para el ojo, también son las imágenes interiores del alma”, decía el noruego Munch, quien pintó su obra más famosa, “El grito”, antes de cumplir sus treinta años, en 1893.
Inspirador de emociones compartidas como los emoticones creados a partir de su famoso cuadro “El grito”, el célebre pintor noruego Edvard Munch mantiene invicta su presencia tan universal como los temas reflejados en sus pinturas y grabados sobre el amor, la angustia y la melancolía que siguen convocando miradas y relecturas a 80 años de su fallecimiento.
“La naturaleza no es sólo lo visible para el ojo, también son las imágenes interiores del alma”, decía Munch, uno de los tres artistas noruegos modernos más conocidos en el mundo junto al dramaturgo Henrik Ibsen y el compositor Edvard Grieg.
Museos exclusivos, muestras permanentes y temporales, inmersivas, películas y la presencia de sus obras en grandes colecciones, marcan un derrotero que habilita mitos e historias sobre dolores existenciales como marco de una obra que más allá de lo expresivo permea los ciclos tan humanos de la vida y la muerte. Aunque, también lo permanente y la vitalidad de los colores, como manifiesta la pintura “El sol”, colgada en el salón de actos de la Universidad de Oslo.
Luces y sombras, color y movimiento y la vida desde el dolor al amor pasando por el sexo y la soledad, la depresión, la angustia, la ansiedad, el alcoholismo y la genialidad, conforman su amplia paleta temática, como firma del retrato de una época. “Pintar me completa”, decía Munch.
A caballo entre dos siglos y figura bisagra entre el pujante e industrializador del XIX y un revolucionario y cambiante siglo XX, su mirada atenta sobre el mundo se convirtió en símbolo del sentir finisecular, y junto a Vincent van Gogh, se los señala como pioneros del expresionismo alemán.
Mundialmente conocido por “El grito” que representa a un hombre gritando con las manos en los costados del rostro, el conocimiento sobre Munch parece detenerse en la obra maestra pintada a los 30 años sin contemplar los años posteriores de trabajo ni la complejidad de la obra. Tal vez por eso, el año pasado, el parisino Museo de Orsay le dedicó la muestra “Edvard Munch. Un poema de vida, amor y muerte”, en coincidencia con el 160 aniversario de su natalicio, dando cuenta de esas concepción del artista acerca de humanidad y naturaleza unidas por el ciclo de la vida.
“En su proceso creativo Munch creaba variaciones del mismo motivo, versiones de un mismo tema”, caracterizaban. Así como el escritor corrige su texto, Munch elaboraba bocetos y variantes, e incluso volvía a pintar lo mismo para recuperar el vacío dejado por una obra vendida. Pero además de pintar y ser un gran retratista, incluidos sus numerosos autorretratos y fotografías, trabajó magistralmente el grabado.
La versión inaugural de “El grito” (1893) fue expuesta en Alemania, y en una de las cuatro versiones que realizó siendo la última de 1910, cuando escribió en lápiz sobre el cielo rojo: “Sólo podría haber sido pintado por un loco”. Sin embargo, la imagen concebida a partir de una experiencia en su país, fue realizada durante una estancia en Niza.
Para la versión de 1895 realizada en pasteles y vendida en 2012 por casi 120 millones de dólares —la única en manos privadas— Munch escribió en el marco con pintura de color rojo sangre el poema que lo había inspirado un año antes durante un paseo con amigos en las colinas de Oslo, con la puesta de sol y un cielo rojo como la sangre que lo dejaron “temblando de angustia” y sintiendo “que un inmenso grito infinito recorría la naturaleza”.
Con el tiempo, el cuadro “se convirtió en el símbolo de la angustia universal”, y según Peter Olsen, descendiente del que fuera amigo y mecenas de Munch, quien vendió el cuadro, “muestra el momento escalofriante en el que el hombre se da cuenta de su impacto sobre la naturaleza y los cambios irreversibles que ha provocado”.
El cuadro fue parte de la secuencia narrativa conocida posteriormente como “El friso de la vida”, que presentó el artista invitado por la Asociación de Artistas de Berlín en 1893. Una muestra que fue suspendida a una semana de su apertura y le dio mucha publicidad.
La narración de Munch exploraba el amor, la ansiedad y la muerte, y “El grito” respondía al “clímax final del ciclo del amor”, un ciclo compuesto por “la llamada del amor con la obra ‘La voz’, sus aspectos de placer en ‘El beso’, dolor con ‘Vampiro’, misterio erótico en ‘Madonna’, la culpa con ‘Cenizas’ y por último la ‘Desesperación’”, explicaba la casa de subastas Sotheby’s.
“En una imagen, Munch inicia el gesto expresionista que alimentará la historia del arte a lo largo del siglo XX y más allá”, sintetizaban.
UNA SALUD FRÁGIL Y LA PASIÓN POR EL DIBUJO
Munch nació el 12 de diciembre de 1863 en Løten, y falleció de neumonía el 23 de enero de 1944 en Ekely, cerca de Oslo, donde pasó sus últimos años que culminaron en tiempos de la ocupación alemana de Noruega durante la Segunda Guerra Mundial.
La suya no fue una vida sencilla. Hijo de un padre médico castrense, estricto y religioso y luego depresivo, tuvo cuatro hermanos. La madre falleció de tuberculosis siendo él un niño, al igual que su hermana mayor Sofía a sus 15 años, a la que adoraba. Estas muertes, sumada más adelante la de su padre, lo marcarán para toda la vida.
Con una salud frágil, su pasión fue el dibujo. Inició por mandato paterno estudios de ingeniería en Christiania (la actual Oslo), matriculándose en 1880 en la Real Escuela de arte y diseño. Participó del ambiente bohemio burgués de la época y conoció hacia 1884 al escritor anarquista Hans Jaeger, quien le sugirió “pintar tu propia vida” tras las críticas recibidas en 1885 por “La niña enferma”, un cuadro que significó además para el artista, la ruptura con el impresionismo.
“Empecé como impresionista pero durante los tremendos conflictos espirituales y vitales de la época de la bohemia, el impresionismo no me daba suficiente expresión. Me vi obligado a buscar expresión para lo que se movía en mi ánimo”, reflexionaba Munch.
En 1885 tiene su primera aventura amorosa tras conocer a la casada Milly Thaulow, viaja por tres meses a París, ciudad donde se siente atraído por los pintores postimpresionistas y el sintetismo (como el de Paul Gauguin). Su obra vira hacia el simbolismo pintando su visión interna de las cosas.
En 1889 realiza su primera exposición individual en Oslo y recibe una beca para estudiar en París, donde se quedará hasta 1892. Es la última vez que ve a su padre. Luego, en Alemania se inicia en el grabado, con el cual experimenta dándole mayor libertad y copias. En 1898 conoce a Mathilde Larsen, Tulla, relación que termina en 1902 en una pelea, y después conoce a la que fuera su amiga y amante, la violinista Eva Mudocci.
Si en la década de 1890 el pintor explora sentimientos internos y experiencias personales, en el nuevo siglo “moderno” con una Europa de “nuevas tecnologías, medios de comunicación de masas, transporte de alta velocidad y vida urbana” —como destaca el Museo Munch en su biografía— estas previas parecen anticuadas, lo que lo hace buscar formas de expresar “este nuevo mundo”. También 1902 es el año en que Munch presenta la secuencia completa de imágenes del Friso de la Vida en Berlín.
Sus crisis nerviosas sumadas al alcoholismo, dicen, lo llevaron a internarse en el sanatorio de Copenhague del Dr. Jacobsen (1908) unos meses. Recuperado, vuelve a Noruega al año siguiente, y entre 1909 y 1916 el reconocido artista trabaja en la decoración del salón de actos de la Universidad de Oslo, cuyas pinturas de gran formato “están llenas de vida y energía”.
A partir de 1916 llevó una vida solitaria en su casa de Ekely. Continúa trabajando sobre lo que observa en su entorno, el paisaje, el jardín, los animales, y los retratos de sus perros, y se sigue fotografiando y autorretratando.
En 1940, sin haberse casado por miedo a transmitir enfermedades que se creían hereditarias, entre otras cuestiones, escribe su testamento legando a la ciudad de Oslo sus obras, preservando de este modo su memoria.
Su figura se proyecta firme en el moderno Munch-Museet de Oslo con sus 13 pisos y 26.313 metros cuadrados inaugurado en 2021, que atesora la colección de más de 26 mil obras de arte que incluyen 1.200 pinturas y 7.050 dibujos y bocetos, además de 9.800 objetos personales de Munch, entre textos, cartas, fotografías y herramientas, donados por el artista a la ciudad. Este museo que suplanta el creado en 1963 rescata su figura y mantiene vivo su legado.
En cuanto al cine, se destacan “Edvard Munch” (1974) del británico Peter Watkins que pone en contexto la sociedad en la que nació el artista en una Oslo de 135 mil habitantes, trabajo infantil y prostitución legalizada, y más allá de los numerosos documentales y capítulos televisivos, la reciente “Munch” (2022) dirigida por Henrik M. Dahlsbakken aborda esa vida entrelazada en el arte, la lucidez, el amor y la muerte, pero también la vida.
Munch sigue vigente en muestras y películas Bajo el título “Goya y Munch: Profecías modernas”, hasta mediados de febrero el Museo Munch de Oslo ubicado en la capital noruega le dedica una muestra al diálogo atemporal entre dos artistas que retrataron los horrores de la guerra, mientras que en abril presentará una colectiva titulada “Edvard Munch Horizons” sobre tendencias artísticas entre 1880 y 1950.
Luego, el espacio consagrado a uno de los máximos artistas noruegos presentará una exposición dedicada a las infancias bajo el nombre “La habitación de Sophie”, entre marzo y agosto. Se trata de una instalación inmersiva, una experiencia sensorial que transformará uno de los pisos del museo “en un enigmático paisaje monocromo con grandes elementos arquitectónicos y escenográficos” con los cuales se podrá interactuar y modificar las formas tomadas de los cuadros de Munch para ser reorganizadas “en nuevas imágenes, historias y patrones”.
Luego, la programación del Museo continuará con “Edvard Munch: Trembling Earth”, que de abril a agosto explorará la relación del pintor con la naturaleza y el cosmos: es una muestra que viene de batir récord de visitantes en su paso por Estados Unidos.
En sí, el museo invita a disfrutar “un encuentro cercano con las delicadas, temblorosas y, sobre todo, poderosas imágenes de la naturaleza de Edvard Munch”, además de explorar “lo que significa ser humano hoy en día”. Y en el amplio programa que perfora lo museable, afirman que Munch “conecta con la actualidad y aborda las cuestiones que más nos importan ahora”.
Desde una mirada más convencional, en Amberes, Bélgica, el Museo De Reede de la Fundación homónima e inaugurado en 2017, se dedica por estos días al arte gráfico de Francisco Goya, Félicien Rops y Munch. “Su obra muestra a un individuo moderno luchando con su existencia”, apuntan sobre el artista noruego que “abrió el camino a la modernidad y al siglo XX con sus distorsiones expresivas”, y del cual poseen una treintena de grabados compuestos principalmente por litografías.
Conocido por pinturas como “El beso”, “Vampiro”, “El día después”, “Madonna” y “Pubertad”, entre otras, Munch es también muy convocante en las subastas: más allá de ese gran récord de 2012 para de “El grito” realizado en pasteles, en 2016 -y también en Nueva York- se subastó la pintura “Las chicas del puente” (1902) alcanzando los 54,4 millones de dólares, cuando previamente había sido vendida por 7,7 millones de dólares en 1996 y por 30,8 millones en 2008.
Ahora, una nueva subasta tendrá lugar en Sotheby’s de Londres el 1 de marzo cuando se ponga a la venta la pintura “Dance on the Beach” (“Danza en la playa”) realizada entre 1906 y 1907, por la que estiman alcanzar entre 15 y 25 millones de dólares.
El lienzo es un colorido cuadro de más de cuatro metros de ancho que presenta varios personajes bailando en el corazón de un espacio verde. La obra es parte de la serie de doce paneles diseñados para el teatro berlinés del célebre empresario teatral Max Reinhardt.
Pero también el cine lo recuerda como en la noruega “Munch” (2022) dirigida por Henrik M. Dahlsbakken, que retrata cuatro períodos de la vida del genial artista y se detiene en los conflictos y deseos que lo impulsan.
Se muestra a un Munch joven y anciano, los encuentros bohemios e intelectuales, los pensamientos, el paso por una clínica de salud mental en Copenhague tras una crisis nerviosa, e incluso un Munch pintando al aire libre como vino al mundo.
Introspectivo, el filme muestra a un Munch sintiendo la naturaleza o en sus sesiones terapéuticas, así como los complicados vínculos familiares y amorosos, deteniéndose crítica en ese capítulo que cierra la vida del artista: la mala relación con el nazismo que consideró su obra como “degenerada” —tal como con Gustav Klimt, entre otros— y lo suprimió de los museos alemanes, y luego noruegos durante la ocupación.
En el libro “Friso de la vida” que recopila algunos de sus escritos, que superan las 13 mil páginas, puede observarse una fotografía que lo muestra pintando en la playa de Warnemünde (Alemania) en 1907, junto a la vibrante y clara pintura “Hombres bañándose”.
“No quiero decir con esto que mi arte esté enfermo. Esa gente no comprende la esencia del arte y tampoco conoce la historia del arte. Al contrario, cuando pinto la enfermedad y el vicio supone un sano desahogo. Es una reacción saludable de la que se puede aprender y según la cual se puede vivir”, escribía también Munch.