La noticia de la muerte de un joven de 22 años como consecuencia de una brutal golpiza propinada por más 60 personas es ya escalofriante.
El hecho de que la víctima era un detenido preventivo en la cárcel de San Antonio, Cochabamba, que quienes lo atacaron eran otros presos como él, que lo golpearon como castigo por haber tomado el dinero —700 bolivianos— pagado por los visitantes para usar las duchas y que el hecho fue descubierto por uno de ellos, da al suceso un cariz de irrealidad.
Pero es un hecho muy real, tan real como son las infrahumanas condiciones que soportan día a día las cerca de 25 mil personas encarceladas en los recintos penitenciarios del país, donde, en promedio, la sobrepoblación es del 270 por ciento, según unas fuentes, o un poco menos según otras.
Esa dramática realidad pasa inadvertida para el ciudadano común y parece preocupar a las autoridades estatales sólo cuando se trata de responder a observaciones de organismos internacionales.
El hacinamiento no es el único problema en los penales bolivianos: un informe oficial de 2020 constataba que el 14 por ciento, es decir, más de uno de cada 10 presos, sufre trastornos mentales, muchos de ellos con síntomas de tendencia al suicidio, adicciones a las drogas y al alcohol, ansiedad y antecedentes psiquiátricos. En Cochabamba, el 40 por ciento de los encarcelados padece una enfermedad mental.
Y, como en todos los ámbitos ligados a la administración de justicia, la corrupción campea en las cárceles. Lo mismo que los abusos y cobros ilegales que los reos antiguos aplican a los nuevos. Además del precario control del Estado.
Ésta es la faceta más lúgubre de los efectos de un sistema judicial responsable del “empleo excesivo de la prisión preventiva, que, de medida excepcional, se convirtió en una práctica recurrente”, como lo constata la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) en sus Observaciones preliminares de la visita que efectuó a Bolivia a fines de marzo de este año.
Ese y otros cuestionamientos efectuados por la CIDH, como resultado de esa visita, motivaron la reacción de las autoridades del Estado, y se tradujeron en un proyecto cuyo propósito es implementar el uso de dispositivos electrónicos, manillas o tobilleras, que permitirán la vigilancia de personas con medidas cautelares como la detención preventiva que afecta al 66 por ciento de la población penitenciaria.
La implementación de esos dispositivos permitiría que unos 10 mil detenidos preventivos salgan de las cárceles y guarden detención domiciliaria.
De aprobarse la ley, será un avance en el mejoramiento de las condiciones carcelarias, pero no garantizará la seguridad de los detenidos en los recintos penitenciarios.