Recuerdo a mi madre que cuando llego a la tercera edad no quería jubilarse por motivo alguno y siguió dando clases en la universidad pública de Guayaquil, en pleno uso de sus facultades hasta cerca de los 80 años. Al finalizar su vida académica una de mis hermanas la inscribió en un taller de música y baile, a manera de reunirla con personas de edad similar. Mi madre que había sido una científica toda su vida no encontraba el sentido de esta actividad que le parecía insulsa. Accedió a mucha insistencia y asistió un par de veces y luego me dijo, en confianza, que no iría más, que no encontraba nada estimulante ni placentero en reunirse con personas con las que no tenía nada en común. Menciono esta anécdota para ejemplificar el proteccionismo a las personas de tercera edad.
Por supuesto que en países como Bolivia resulta absurdo poner una edad límite para el trabajo a la población pues los sueldos son por lo general bajos, en comparación con los países vecinos y las pensiones de jubilación más altas fluctúan entre 5.000 y 7.000 bolivianos en el actual régimen de pensiones. Además, el cálculo de años de vida establecido da por hecho que las personas en edad de jubilarse han gozado de una alimentación adecuada, una espléndida salud, ingresos y/o ahorros consistentes, una cobertura óptima de servicios básicos comenzando por una vivienda digna, propia de un estado de bienestar más cercano a los países nórdicos.
Parecería que, más bien, en América Latina las difíciles y maltrechas condiciones de vida, la escasez y las dificultades son la constante y no solamente para las personas mayores sino para los jóvenes que no avizoran esperanzas.
América Latina adolece en general de políticas reales de atención a los adultos mayores. La precariedad es la constante. Siendo además que el término “adulto mayor” está asociado a comprensiones peyorativas, descalificadoras y crueles.
De hecho, las imposiciones y exigencias a las personas adultas mayores son extremas y sui géneris comenzando por el escenario familiar. Desde los hijos que, amparados en un derecho de parentesco inexcusable, se permiten en muchos casos asignarles tareas de cuidado y servicio en el hogar, en la misma casa que en muchas ocasiones era de los ancianos y ahora es el vástago que se ha apropiado o la administra. O la hija que cada fin de semana le endilga sus hijos y mascotas humanizadas con el pretexto de obligaciones sociales. Ni decir de los nietos que acompañan a sus abuelos a cobrar sus pensiones y se embolsan por este concepto un buen porcentaje de esos magros fondos.
Casos y casos que desconciertan y presentan el panorama de la vejez como infelicidad donde las personas mayores se ven vulneradas constantemente en sus derechos, sin respeto alguno ni respiro.
La historia que ha propiciado este artículo fue la de un eximio investigador que cerca de su jubilación decidió repartir sus bienes materiales entre sus tres hijos con la esperanza de que cada uno le proporcione una cantidad mínima, a manera de manutención para vivir sin estrecheces hasta sus últimos días. Entiendo el amor a los hijos, pero, ¿renunciar a tener una vida de calidad propia por asegurar el futuro de los hijos es lo correcto? No estoy en contra de la disposición generosa y hasta altruista de los seres humanos a entregar los bienes habidos en esta tierra a sus hijos, pero de ahí a renunciar a comodidades mínimas con el fin de asegurar la holgura económica de los hijos que están en edad de progresar económicamente por sí mismos, es otra historia. ¿Cuándo dejamos las personas de pensar que el esfuerzo propio es un valor que hay que restaurar en el mundo contemporáneo?
¿Quién determina el número de años que vive una persona con la calidad de vida y de movilidad necesarias para no ser un estorbo para los demás? La situación de ancianidad está ligada a la falta de movilidad y la dependencia de otros.
Evidentemente, las historias descritas nos llevan a pensar en el cierre de puertas a un envejecimiento positivo que describía la científica, Rita Levi-Montalcini.
Sigo pensando, en concordancia con Victoria Camps, en la vejez como oportunidad, más allá de los artificios montados alrededor de “los años dorados” y otras frivolidades de los gringos.
Los adultos mayores constituyen un mundo a descubrir y observar con nuevas actitudes por parte de los gobiernos y las sociedades, ya que son un segmento poblacional que ha contribuido y contribuye a la riqueza de las naciones. Por lo tanto, no pueden ser tratados como una masa informe, a la que hay que mirar con benevolencia y tratar con descrédito.
Quizá sea necesario apelar al filósofo de la política John Rawls, que al mencionar los bienes básicos de las sociedades justas, señala: “las condiciones sociales de la autoestima”, para que la calidez social no sea ajena a las personas mayores.
La autora es docente titular de la UMSA e internacionalista