La política populista es el arte de poner a buen recaudo lo que le corresponde por derecho al ciudadano, una vez en el poder, esos derechos son suministrados a cuenta gotas, entonces el gobierno se convierte en proveedor y buen tipo que ‘soluciona’, sistemáticamente, las necesidades sociales de acuerdo al temple y decisiones que le plazcan tomar al mandamás.
Parece que Bolivia estuviera condenada a empujar eternamente la roca de una historia oscura y dolorosa que, en cuanto avanza un trecho, otra vez vuelve a rodar y empezar todo de nueva cuenta.
A hurtadillas y de manera esquiva todavía nos preguntamos si los bolivianos logramos ser protagonistas de nuestra democracia. Fuimos artífices, luchadores y vanguardistas, sin embargo, me temo que esa trayectoria todavía no posibilitó la consolidación de las bases democráticas.
Porque definitivamente esa consolidación no solo la otorga el Gobierno como estructura, sino, sobre todas las cosas, la sociedad civil como núcleo articulador y cohesionador. Una sociedad responsable de, y con su democracia, es una sociedad que logra un avance político.
Pero no siempre se puede ser consecuente con los conceptos políticos, me considero un boliviano que tiene que cargar, a contrapelo, con las taras e irresponsabilidades de este y los anteriores gobiernos.
Hay muchas formas de empobrecer a una nación, las hay desde las más fútiles hasta las más costosas. Las primeras, tienen el signo de la prebenda, la corrupción, la delincuencia, el favoritismo, la demagogia y la injusticia, las segundas, son artimañas que no dejan avanzar, porque sencillamente no existe en ellas una conciencia social y política que contribuya hacia un fin colectivo. Se es compatriota cuando se ejerce el concepto real de país, cuando se tiene la voluntad de avanzar en los propósitos y detenerse en las diferencias. No para confrontarlas, sino para debatirlas y unir ideales, despojándose de todo protagonismo.
El verdadero liderazgo está en conducir a los pueblos con justicia y espíritu democráticos hacia un pacto conjunto. La historia de este país está sumida en un propósito fallido, el de conquistar un tris de libertad y de entendimiento en medio de un laberinto que apenas balbucea respeto por el otro, justicia e integridad.
La historia de Bolivia es la historia de un anhelo perpetuo, el de pretender que la esperanza lo resuelva todo y que el devenir depende de la suerte y de los buenos deseos. Razonamos y nos comportamos de acuerdo a nuestras tradiciones, usos y costumbres y, desde luego, unidos todavía a un histórico cordón umbilical colonial llamado Conquista. Nuestro comportamiento y nuestra forma de convivencia social y cultural están marcados por un presupuesto casi de amo y esclavo, pongo y capataz. Bolivia, es una nación de minorías que imponen su poder y su proyecto al resto de la población. Es un país labrado a fuerza de sometimientos y de miserias, egoísmos y estafa.
Pero también está ese rostro fratricida, acaso el más triste y peligroso, de una sociedad en eterna beligerancia, el de enfrentarse consigo misma, siempre, el de asumir el comportamiento canalla de un Caín que mata para ocupar la posición de su hermano. Desde luego que la muerte de Abel también es una metáfora. En el fondo, es la destrucción y la desintegración de una armonía que incomoda. Es una orfandad, un vacío de conciencia que fue arrancada, asaltada por pura ambición. Entonces, es cuando se presenta la búsqueda de la identidad social o cultural, frenética, utilizando el argumento histórico de lo auténtico que, además, está reflejado en un espejo fabricado, forzado y tramposo.
La historia de Bolivia está sumida en una dicotomía fatal: así como me sojuzgaste, te sojuzgaré, así como me humillaste te humillaré, así como me destruiste, te destruiré. El poder político es un instrumento de venganza que siempre fue utilizado en beneficio de pocos y en desmedro de todos. Los tiempos históricos de este país están marcados por pasajes inconclusos, irreverentes e insultantes.
Una nación se forja en la diversidad, cierto, pero también se edifica sobre valores aprendidos, así como propone Ortega y Gasset: “Una nación se constituye no solamente por un pasado que pasivamente la determina, sino por la validez de un proyecto histórico capaz de mover las voluntades dispersas y dar unidad y trascendencia al esfuerzo solitario”.
La trayectoria histórica de Bolivia se encarga de recordarnos a diario que este es un país irresuelto en su estructura social, política y cultural. Hay, en su esencia, todavía abigarrada, el constante tic tac de una bomba de tiempo que explota en las manos de todos los bolivianos. Esa es su tragedia y su inexplicable razón por la que una y otra vez la ingobernabilidad se viste de subversión y de conspiración. En Bolivia, la democracia, como forma de convivencia elemental, más o menos armónica entre sus ciudadanos, no se la entiende ni se la asimila. Hay una ignorancia bestial en el modo de entender que las libertades de uno terminan cuando comienzan las del otro. En Bolivia, la democracia es un comodín de oportunidades para pillos que sojuzgan, roban, corrompen, denigran, agreden y complotan. A la democracia se la ha travestido, se la ha manoseado, se la ha convertido en la amante de los gobernantes y de su séquito.
Bolivia es un país en constante trance. Se manifiesta como un gigantesco signo de interrogación, un eterno presupuesto. Todo parece eventual, temporal, postizo, forzado. Y así como viene, también debe ser derrocado, destruido, hecho trizas, por una suerte de ignorancia democrática o por un destino de muerte.
En esta Bolivia conviven ciudadanos de distintas razas y lenguas, tienen raíces históricas diversas, diametralmente opuestas unas a otras. Hay universos sociales en constante disputa: prehistóricos, contemporáneos, progresistas, renovadores, demócratas, desplazados, humillados y ofendidos.
En Bolivia su clase política jamás pudo cohesionarse como un universo social en función del bien colectivo. Su historia política y social está atornillada a los sectarismos, a la miseria humana, a las mezquindades, a un afán casi genético de joder al otro.
La historia de Bolivia es la del individuo en constante búsqueda de su filiación identitaria, casi siempre desde su origen social traumático, colonial y exponiendo un sentimiento de rebeldía e insatisfacción constantes. Culpando al otro de todas sus desgracias, de su sojuzgamiento, de su pasado, presente y futuro. Pero también pervive un afán autodestructivo. Acabar con todo, una y otra vez y no avanzar, para que todo quede como siempre o, cuando menos, comience todo de nueva cuenta. El país de Sísifo es también el de ese individuo que defiende a diario su gusto por su autodestrucción, es un masoquismo que corre por sus venas y su historia y que, por mucho, está representada en forma de subversión.
El presente que vive el país esté hecho en la horma de 14 años de engaño y estafa. El gobierno de Evo Morales trastocó y desfiguró por completo la frágil unidad, esencialmente social y cultural, construida, de a poco, con sangre, lucha y desencuentros. Ese es el gran daño que le hizo Morales a este país, haber impuesto la amenaza y la intimidación como condiciones de hecho para gobernar en beneficio de él y de un puñado de maleantes. El huido, perversamente, impuso un modus vivendi que, prácticamente, lleva en sus espaldas toda una generación. Institucionalizó la pillería y la subversión como instrumentos políticos, de gobierno y de “lucha”. Ahora, sus amaestrados entienden perfectamente esas lecciones.
Más allá de los conflictos sociales y políticos en este país, está el extravío, por completo, de un concepto de unidad y de respeto. Morales prostituyó la dignidad, la ética y la moral. Le puso precio a la legalidad y a la justicia. Fue y sigue siendo el Caín vengativo que se encabrona al pensar que fue defenestrado de su trono. Su pretendida perpetuidad en el poder y su voz de mando están ligados a ese trauma de individuo humillado y ofendido.
Una vez más la aciaga historia política de Bolivia se cruza con la de un sujeto que se encarna en traumas y conflictos irresueltos. Morales es el gran ejemplo de la destrucción y de la soberbia nacidos desde la ambición, el resentimiento social y cultural. Aún utiliza el poder feudal de capataz para seguir destruyendo un tejido social que, esencialmente, fue ultrajado y humillado históricamente.
El autor es comunicador social