¿Por qué pareciera que no tenemos futuro y que ante ese agotamiento solo queda imaginárnoslo? El futuro es una combinación moderada o desmedida de promesas y posibilidades que bosquejan, momento a momento, el tiempo ideal que queremos vivir, pero no llega, no se concreta, no se construye en todas sus fases y entonces solo se reduce a palabrerío interesado, en una suerte de alianza invisible, así como hoy está dada nuestra realidad, entre mentirosos y engañados.
“A lo largo de la historia, siempre hubo sociedades que se inventaron futuros prometedores, pero hubo épocas en las que no consiguieron imaginar futuros mejores. Esta es una de esas épocas, no conseguimos imaginar un futuro que la entusiasme”, afirma Martín Caparrós con rotunda razón. Palabras las suyas que se sienten pensadas para describir el tiempo boliviano, el tiempo que ya merodea los 200 años de vida independiente. Pareciera que no podemos definir el futuro salvo cuando asociamos esa idea a definiciones rutinarias, superficiales, habituales, casi como comparar el futuro de la sociedad toda y el Estado nuestro a una carretera, al obrismo desesperado, importante pero no esencial.
Nos preguntamos, si las sociedades cambian, se mueven, se transforman, repiensan sus referencias y paradigmas, entonces, ¿por qué despreciamos el desarrollar la capacidad de imaginar cómo construimos nuestra convivencia societal y las relaciones de tolerancia?; y si de tolerancia hablamos, entonces la aceptación del otro, de quien es diferente cultural y socialmente, ¿por qué valoramos la idea, el concepto y la práctica de la hegemonía dominante antes que la del consenso construido?
La convivencia política, quebrada en su armonía hasta el extremo de imaginar una incomprensión tal que sus actores buscan eliminarse unos a otros. Y ahí, la judicialización, las amenazas de acorralar al distinto, de encarcelamientos, de ostracismo y confinamiento, en definitiva, de una condena al silencio perpetuo. El que miente acusa de mentirosos a quienes asumen el valor de criticarlo. La mentira, la falsedad y el cinismo nos cruzan a diario, es la mentira convertida en realidad en este tiempo de verdades artificiales y vertiginosas.
El filósofo alemán Peter Sloterdijk habla en su texto “Las epidemias políticas”, de la relación existente entre conciencia, voluntad y falsedad, donde la mentira, la ideología y la sugestión son ejes de la construcción de realidades forzadas y autoconvencimientos. En ese “pacto consciente a momentos y a veces algo inconsciente entre los que mienten y los engañados”, se advierte la presencia de un político/caudillo/señor/dirigente en convergencia con las demandas reales o construidas de quienes militan en las ideas del trazado ideológico o la realidad de fanatismos. Pero lo que subraya Sloterdijk es “el cinismo contemporáneo”. La fusión del cinismo elitario de quienes mandan y gobiernan, ese que emerge cuando “los gobernantes muestran que están cansados de llevar las máscaras de la hipocresía”, y un cinismo del que obedece, un cinismo “de abajo”, de quienes “se consideran muy pobres como para permitirse la comedia de la decencia”. En la reseña del libro se sintetiza y explica introductoriamente: “Lo que ambos tipos de cínicos tienen en común es que se consideran excluidos de una moral universal: “Quien rompe las reglas de la decencia se auto felicita por su realismo”. En esta situación, es crucial el papel que juegan –según el filósofo– los medios. “Los medios de comunicación modernos son menos medios informativos que portadores de infecciones […]. La profesión periodística generalmente no quiere entender que la frase ‘la prensa miente’ no es una señal partidaria, sino que formula un diagnóstico del sistema”.
El futuro difuso, neutro, poco determinado, cavilante e indefinido lleva a lamentarse o cuestionarse sobre lo que asoma en el tiempo que llega. Transcurren las jornadas sin utilidad para la sociedad y el Estado: Golpe o autogolpe, las narrativas que empañan lo urgente y lo necesario; crisis económica o economía estable, un otro relato que ambiciona convencer por encima de las realidades vividas; elecciones judiciales sí e impugnaciones y recursos sin fin para evitarlas, y ahí la intención de retener el poder de conversación y favores mutuos con los operadores de justicia. Entonces, en acto siguiente, la precariedad institucional del país, junto a ello, los discursos publicitarios de todos a quienes les corresponde el canturreo de presentarse como episodios históricos fundadores de lo mejor y de lo inédito.
Si el futuro no es promesa es amenaza. Con autoritarismos, imposiciones, desprecio por lo dialógico y consensuado no hay futuros atrayentes. Con quienes tironean el poder por encima de instituciones y de la Constitución Política del Estado, con quienes hacen del cinismo la forma cotidiana de ejercicio político y con quienes colocan mentiras diarias en su palabrería y fundacionalismo, con ellos, por supuesto, no hay futuro, o tal vez, ¡ay! del futuro que viene.