Llamó su atención que a donde quiera que iban les acompañaban sus séquitos de guardias y de músicos de bombo y trompeta; pero más le interesó ver cómo de arriba y de abajo, desde los pobres hasta los ricos, e incluso los más feos y las más hermosas, se desvivían por darles la mano y sentirse reconocidos por ellos.
No era la primera vez que veía semejante espectáculo, similares maneras las había visto en la usanza y andar de gobernadores y presidentes, tiranos y soberanos, e incluso papas y líderes religiosos. El poder traía consigo la fama y la fortuna, la alabanza y el buen crédito y la potestad y el don de mando. Todo llegaba bajo el son de bombos y sonajas que no dejaban de sonar y trepidar.
Para ella, semejante acto de egocentrismo era una más de las tantas bobadas de la ambición. Nunca jamás pudo comprender por qué, incluso en plena democracia, se toleraba tanto culto al ego y a la imagen, felicitando al gobernante de turno por las obras que eran, en el fondo, su obligación ejecutarlas y que se hacían con la plata del pueblo. Dinero que, por cierto, el mismo líder de turno solía robar y manipular a su libre albedrío.
Quizás por eso era que la muerte no disfrutaba de comer a los poderosos, porque sabían raro, porque a ratos eran insípidos, a ratos amargos, pero en suma tenían el insoluble sabor a porquería. Era producto de su elevado ego y su desmedida ambición, lo que hacía que en cuerpo y alma estén podridos.
Para ella, la sociedad humana estaba de cabeza: adoraban a los malvados, ensalzaban los hábitos pérfidos y coronaban en el trono a los más abusivos, las ciudades se llenaban de estatuas de guerreros de espada y fusil y nadie reconocía al filósofo o al sabio de ocasión.
Pero la vida injusta del Más Acá, se enmendaba en el Más Allá, porque la muerte, lejos de ser la sádica ponzoñosa que imaginó la religión o enalteció la literatura, era en verdad la justiciera eterna y la bondadosa madre de una humanidad que la rechazaba.
El autor es escritor, ronniepierola.blogspot.com