“Los docentes tocamos vidas”. Me he quedado pensando en esa frase y recuerdo haberla experimentado con relación a mis docentes de mi formación de pregrado. Mis mejores profesores en la Universidad Católica de Guayaquil eran personas modélicas cuyas conductas despertaban la emulación de sus estudiantes. Algunos estudiantes hasta copiaban su manera de hablar. Y ciertamente, nos mostraban autores novísimos o disidentes y despertaban curiosidad, críticas y posicionamientos diversos. Pero, jamás provocaban ni conformismo ni indiferencia. Por supuesto, la fama les antecedía y asistir a sus clases era una mezcla de anticipación feliz, experiencia lúcida y luego, una combinación de exultación y orgullo de tener el privilegio de ser su estudiante.
Hace un par de años, he visto la serie Merlí, sobre el profesor español que enseñaba con una pasión que desconcertaba; animaba al diálogo y a la contraposición de ideas y se inmiscuía en la vida de sus estudiantes para provocar en ellos el cambio de pensamiento, nuevas actitudes de vida y que afloraran las capacidades que sin una presencia como la de él, jamás se hubieran desvelado. Quizás una de sus mejores enseñanzas es que aprender requiere un ambiente de libertad, alegría por el conocimiento y un sentido de reflexión que solamente un buen docente puede cultivar, cuando lo posee en sí mismo.
En tiempos en que la inteligencia artificial parece jugar un papel decisivo en el ejercicio de la enseñanza, pensar la mayéutica como enseñanza esperanzadora cobra mayor relieve. Enseñar desde el dominio de un conocimiento específico, mostrando a los estudiantes las ventajas de ganarlo para sí, es un desafío provocador y necesario para reinstalar el valor de pensar por sí mismo. Lo que incide en una aptitud general para entender y analizar problemas, desde un principio de selección y organización que le asigne el sentido, como decía Montaigne: “vale más una cabeza bien puesta que una repleta”. Siendo así, me temo que aún los avances curriculares no van en esta dirección. Por lo menos, no en América Latina, después de los magros resultados del último Informe Pisa 2023, que evalúa lenguaje, matemáticas y ciencias al finalizar la secundaria, donde el mejor desempeño de la región lo alcanza Chile en el puesto 37 de 81países.
En la actualidad, si bien los docentes no dictan y los apuntes en clase no son frecuentes, tener uno bueno no es poca dicha. Ahora, existen profesores que usan muchas técnicas, manejan las tecnologías con ingenio, pero dejan de lado enseñar lo profundo de una asignatura o saber especializado. Los estudiantes saben quién sabe y quién no, en relación a sus profesores. El aplomo del conocimiento profundo no es algo que se adquiere de un momento a otro. Exige años de lectura y estudio frecuente. Un buen docente es como un cisne negro, rescatando la metáfora de Kant que hacía referencia al amigo de verdad y, para el caso, señalar la dificultad de encontrar docentes que se arriesguen a enseñar de una manera abierta, libre y autónoma.
Además, hacer de una clase una experiencia valiosa y provocar el interés no es algo común. La mayoría de las cátedras recurren a la novedad de los recursos tecnológicos y dejan de lado hacer clases que inspiren. Para hacer clases inspiradoras se requiere una pasión innata por la enseñanza y la habilidad erudita de enseñar lo simple y lo complejo en una simbiosis equilibrada. Por eso, la enseñanza no es una profesión cualquiera. Debería ser un obrar de los mejores. De aquellos que la elijan por el convencimiento de que tocar la vida de otros, desde la enseñanza, es una responsabilidad superior y una oportunidad de entender con la finura necesaria el modelado de ejemplaridad que implica.
La autora es docente titular de la UMSA e internacionalista