La fe ciega puede conducirnos al abismo. Aunque muchas veces nos lleva a espacios edénicos. Suelo depositar toda mi confianza en los libreros, que con desprendimiento intelectual —acompañado de algún apetito comercial, obvio— recomiendan, sobre la base de un algoritmo improvisado obtenido de los textos que buscan los lectores en ese momento, libros por lo general desconocidos.
Hace diez años en una librería bonaerense, que no era la encantadora pero sobrevalorada Ateneo, sino una pequeña y recóndita cuyo nombre no recuerdo, el encargado sumó un par de libros a los que deliberadamente había puesto yo en la caja. Uno de ellos era La vegetariana, de Han Kang, la escritora coreana que acaba de ganar el Premio Nobel de Literatura. Pese a que no era una prioridad (había otros libros en la cola y a ella no la conocía), no esperé mucho para leerla. Suele haber un escritor asiático en mi mesa de noche.
La vegetariana es una novela intensa y perturbadora que marcha como una metáfora del desamparo y la incomprensión. Una mujer, luego de una serie de sueños inquietantes, deja de comer carne, lo que es interpretado por la familia como una ofensa a su cultura. El intento de todos para que ella ingiera carne nuevamente sólo la empuja a un pozo de descomposición corporal (en un centro psiquiátrico); que se contrapone a su determinación y espíritu inquebrantable.
La literatura asiática es como la piedra de sangre; una gema cuyos orígenes se encuentran en algunos países de ese continente. Creada, según la mitología bíblica, cuando las gotas de sangre de Jesús cayeron sobre una piedra preciosa de jaspe al pie de la cruz. Se trata pues, de letras bellamente pinceladas, cuyas manchas pueden aparecernos repulsivas, pero cautivadoras.
Kenzaburó Oé (un compañero japonés me aclaró —mientras leía yo al autor— que en su cultura, se escribe primero el apellido y luego el nombre) es, de todos los autores asiáticos, el que quizás mejor cultivaba ese relato delicadamente descarnado y sin contemplaciones. Los personajes de Oé caen al río caudaloso y nos jalan para ahogarnos con ellos. Aun así, o tal vez por eso, es fascinante.
En Una cuestión personal, Bird —un joven profesor de inglés— tiene un bebé que nace con una hernia cerebral y está condenado a una vida vegetal, cuando no a una muerte prematura. El padre resuelve que matará a ese “hijo monstruoso” si este no muere pronto. “Mi hijo fue herido en un campo de batalla oscuro y silencioso que no conozco y ha llegado con la cabeza vendada. Tendré que enterrarlo como a un soldado muerto en combate”.
Leí este libro hace veinte años, pero aún repaso un pasaje desconcertante (uno de tantos) que revela que detrás de los engendros internos, asoma un instinto benigno: Los padres conducían hacia un hospital universitario adonde abandonarían al hijo “monstruo” para dejarlo morir ahí. Bird, que iba al volante, mira por el retrovisor al bebé que se ahoga con la frazada (ese dato particular, como otros, están vagos en mi memoria porque, entre otras razones, lo leí desde mi pobre inglés) y es cuando expulsa un grito sobrecogedor para que retiren la cobijita de su rostro...
Otro Nobel, Yasunari Kawabata, escribe gran parte de su obra desde el erotismo y la soledad. La casa de las bellas durmientes, por ejemplo, narra las visitas de un casi septuagenario a un burdel, donde se le permite dormir con mujeres vírgenes narcotizadas, a las que no puede tocar... No recuerdo ningún registro de actos sexuales en la narración, sin embargo, la perversión se palpa desde el comienzo.
A lo mejor porque siento a Haruki Murakami (o lo poco que lo he leído) algo condescendiente, no lo incluyo en este tipo de literatura cruda. A pesar de que tiene uno que otro texto, como Samsa enamorado —una velada referencia al horror de ser humano en una Praga invadida por el ejército soviético—, que harían comprender su ingreso a la lista de nobeles. Mientras, el chino Dai Sijie describe en prosa casi autobiográfica, el espanto de los procesos de “reeducación” implantados por Mao. Y Junichiró Tanizaki, cuya inclinación es más bien estética, también se encarga de escarbar con pala de plata las entrañas de las personas. Sólo que lo hace con más delicadeza, y no las expone con la crudeza de los otros.
Cuando uno lee a Oé, Kawabata o Kang, entra a un túnel con sombras confusas de hermosas formas. Al final, la luz incandescente no permite ver nada. De ahí que la reacción sea cerrar los ojos y mirar hacia dentro; sólo para descubrir en el alma las mismas tinieblas, pero también similares destellos, que los del corredor. Al que siempre se querrá volver.