El trastorno disociativo sucede cuando una persona se siente desconectada de sí misma en aspectos importantes de su experiencia, generando en ella un estado psicológico de disociación, concepto que en términos generales se define como “separar algo de otra cosa a la que estaba unida”.
“Todos conocemos una forma de disociación cotidiana, cuando nuestra mente y nuestro cuerpo están en lugares diferentes en alguna situación concreta, como por ejemplo, durante la lectura de un libro”, explican el psicólogo Mario C. Salvador y el terapeuta alemán Peter Bourquin.
Sin embargo, “existe otro tipo de disociación que se considera patológica y ocurre cuando, a raíz de una situación traumática crónica (malos tratos, abandono, falta de conexión humana…), nuestra vida interna llega a fragmentarse y perdemos el contacto con nuestra vivencia de que somos quienes somos”, según señalan Salvador y Bourquin.
En esa disociación “dejamos de sentir la conexión interna con nuestro mundo experiencial de sensaciones, emociones, anhelos, fantasías e ilusiones, para perdernos en otro yo con el que no nos sentimos identificados”.
Estos dos especialistas destacan que la disociación es un problema poco conocido, que afecta a más del 10 por ciento de la población, “un porcentaje que puede llegar al 40 por ciento en grupos de personas con otros problemas psicológicos como depresión, estrés postraumático o trastornos de alimentación”, según afirman.
A raíz y desde de la pandemia de Covid-19, “los diagnósticos para estos trastornos disociativos han aumentado”, señalan los autores del libro ¿Quién soy? De la disociación a la integración.
Bourquin, de origen alemán, es un reconocido terapeuta especializado en un método psicoterapéutico denominado Constelaciones Sistémicas, mientras que Salvador es un psicólogo especialista en psicología clínica y psicoterapia del trauma y creador del Modelo Aleceia, y es codirector del Instituto Alecés de psicología y psicoterapia, ambos en Barcelona (España).
Dos “yoes” en una misma persona
Para que se entienda mejor en qué consiste la disociación, estos terapeutas describen a continuación un caso paradigmático de este trastorno, que trataron en su consulta (cambiando el nombre real del paciente y algunos detalles de los hechos, para proteger su privacidad).
Se trata de Nina, una joven de 20 años, que acude a terapia psicológica para lograr sentirse mejor.
“Ella pasa muchos días en su casa, metida en su habitación y mirando la televisión o navegando por internet. Atraviesa temporadas en las que duerme demasiadas horas, y no tiene interés por los estudios ni las relaciones sociales”, explican.
Algunos días, acude a sus sesiones de terapia sintiéndose realmente mal, con ánimo deprimido, triste, apática, desvitalizada y con pocas ganas. Estos días puede quejarse de la vida, de que nada tiene sentido e incluso manifiesta ideas suicidas.
Esos días, le dice al terapeuta que tuvo una infancia desgraciada (con los padres de sus primeros años deprimidos por la pérdida de otra hija, diferentes de los actuales), y manifiesta que siente que ella “no le importa a nadie”, “no hay nadie que la comprenda”, “sólo se tiene a sí misma” y “no puede confiar en nadie porque no van a estar” cuando los necesite.
Otros días, Nina acude a las sesiones terapéuticas sintiéndose bien, con una aparente normalidad. Dice que ahora está bien y no quiere mirar al pasado ni hablar de los momentos en que se encuentra mal.
En esos momentos, señala que su malestar “está hoy muy lejos y que ahora es feliz con la familia que tiene”. De alguna manera, en sus días “buenos”, Nina no quiere saber nada de la otra Nina que siente malestar en los días “malos”.
Los “días buenos” y “días malos” de Nina
Y así Nina va alternando los días en los que está aparentemente bien, pero con falta de alegría vital, yendo a veces a la universidad y cumpliendo con lo mínimo, con otros días en los que se encuentra sin ganas ni fuerzas y se encierra en su habitación, según los especialistas que la han tratado.
Esta alternancia anímica caracteriza su vida. Hay, pues, dos partes en Nina: una que lleva la vida con aparente normalidad, se lleva bien con sus padres de ahora, los cuales se preocupan por ella, la atienden y cuidan. Sin embargo, vive una vida un tanto entumecida en sus emociones, como en piloto automático.
La joven vive algunos días como si fuese una chica normal, pero otros días entra en un estado de extremo decaimiento y depresión en los que “no siente ni padece”, tiene ideas de suicidio y de falta de valor y duerme hasta el mediodía, sin querer hacer nada.
Salvador y Bourquin explican que las raíces de la actual disociación de Nina están en su infancia. “Cuando ella tenía cuatro años de edad, su madre perdió a una hija dos años más joven que Nina, un hecho que traumatizó a la familia”.
Su madre quedó deprimida, pasaba días llorando y lamentándose, y perdió el interés por todo, enfocándose sólo en su propio dolor.
Su padre estaba ausente, preocupado por su mujer y se mostraba exigente con Nina, con la que no tenía paciencia ni sensibilidad.
Nina se recuerda a sí misma como una niña triste. Lloraba sola en la habitación y nadie venía en su consuelo. Si se mostraba apática, sin interés o triste, su padre le recriminaba que tenía que hacer cosas y no dar más problemas, porque ya tenían bastantes, según los dos expertos.
Explican que ninguno de sus dos progenitores de entonces alcanzaba a ver cuánto Nina los echaba de menos y los necesitaba. En realidad, ella había perdido a una hermana y en alguna medida también había perdido la presencia de sus padres.
Es lo que en psicología se conoce como trauma de apego, un choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente y que afectará a las estrategias de supervivencia de la niña, “originado por la falta de conexión humana en las etapas más tempranas del desarrollo, cuando el cuidado y el vínculo parental son muy críticos”.
“Cuando Nina está en sus días de depresión, refleja el mismo estado en el que se sentía cuando era una niña de 4-6 años, que vivía con la madre ausente y deprimida, y lloraba en la habitación y nadie acudía a confortarla, es decir la etapa en la que se produjo su herida debido a la falta de amor y cuidados, señalan los especialistas.
Ahora, con 20 años, Nina tiene unos padres distintos, que sí se preocupan de ella y ella lo sabe. No obstante, esto no parece suficiente para ella. Lo que tiene hoy no basta para cerrar la herida que sufrió en su infancia, según Salvador y Bourquin.
“Podemos decir que ambas experiencias viven en almacenes de memoria separados (disociados) y que los recursos que Nina tiene en su vida actual ‘no llegan’, y por tanto no afectan al dolor que vivió en su infancia” explican.
En psicoterapia, se deben crear las condiciones para restaurar la confianza en un vínculo humano que ofrezca afecto, seguridad y estabilidad a la persona, y que le ayude a saber que todos somos interdependientes de los demás, y para que los recursos de los que dispone hoy en su vida, puedan llegar y permear el dolor que en su infancia experimentó en solitario, señalan.
Se trata de mirar ese dolor compasivamente en lugar de enterrarlo o escapar de él, y así liberarse de ese trauma, añaden.
La cura es un proceso mediante el cual la persona integra su dolor para extraer una enseñanza de su experiencia, concluyen.