La palabra “utopía” (del griego ou = no, topos = lugar, aunque según otros provendría también del griego eu = bueno, bien) fue utilizada por Tomás Moro en 1617, para designar a una isla ficticia en la cual imperaría la propiedad común de los bienes, la paz y la felicidad. Por la primera de las características mencionadas, se conoció a Moro como “socialista utópico”, junto con otros pensadores como Campanella y Saint Simon. La denominación de “utópicos” se debió a Engels, que la utilizó para contraponer el socialismo utópico (idealista, acientífico e irrealizable) con el socialismo científico que crearon él y Marx.
Varios diccionarios dan cuenta de esta significación del vocablo: “Proyecto, deseo o plan ideal, atrayente y beneficioso, generalmente para la comunidad, que es muy improbable que suceda o que en el momento de su formulación es irrealizable” (Diccionario Oxford). “Proyecto deseable, pero irrealizable” (Diccionario panhispánico de dudas). “Plan, proyecto, doctrina o sistema ideales que parecen de muy difícil realización” o “Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano” (Diccionario de la lengua española de la RAE).
Pero, como sucede con muchísimas palabras, la significación de “utopía” fue variando y, de haber sido algo inalcanzable pasó a significar un sueño alcanzable, por cuya consecución hombres y mujeres se sacrificarían, renunciando a sus comodidades, al extremo de dar incluso su vida.
En determinado momento de la historia, la utopía fue el socialismo, que convocó a miles de seres humanos de muchas partes del mundo para luchar por él.
De a poco, sin embargo, ese sueño se fue desvaneciendo, sobre todo por las experiencias prácticas que mostraban que no era el paraíso prometido. Los crímenes del estalinismo, las invasiones soviéticas a Hungría (1956) y Checoeslovaquia (1968), la vulneración sistemática de los derechos humanos demostraron eso.
En 1991 cayó la Unión Soviética y el bloque socialista se desmoronó como un castillo de naipes. Francis Fukuyama escribió su famosa obra El fin de la historia, proclamando que la política había desaparecido y quedaba solamente la economía … la economía capitalista. Parecía que todo había acabado.
Sin embargo, como sucedió siempre a lo largo de la historia, emergió una nueva manera de ver las cosas y de soñar el futuro. Ya no con la revolución tal cual había sido concebida desde el marxismo, sino como la construcción diaria y en pequeño de una nueva sociedad, animada por la amistad, el respeto a los demás, la libertad y la democracia, la vigencia de los derechos humanos. La utopía se transformó en pequeños pasos de algo nuevo.
En esa línea se inscribe la cruzada por la reforma judicial que emprendieron los juristas independientes desde julio de 2022 hasta el pasado 23 de abril. Enfrentando al poder del MAS anclado en los Órganos Ejecutivo (que es el que manda), Legislativo, Judicial y Electoral; enfrentando la desinformación desencadenada por el propio MAS; peleando contra la carencia de recursos y contra los tontos y tontas útiles que se prestaron al juego del Gobierno.
Miles de voluntarios sumaron sus esfuerzos para alcanzar un número de firmas que permitiera dar paso a una reforma constitucional por iniciativa ciudadana que, a su vez, permitiera la reforma judicial.
No se alcanzó el número requerido, pero se avanzó como pocas veces en la estructuración de una iniciativa ciudadana orientada a la utopía de transformar la justicia.
Eduardo Galeano decía en Potosí, en noviembre de 1994, un día antes del eclipse total de sol, que la utopía era un paisaje que se encontraba 200 metros delante de nosotros y que cuando nos movíamos, se movía también hacia adelante. Pero que, aunque fuera muy difícil alcanzarla, nos servía para algo: para caminar, para avanzar.
Fue lo que hizo el pueblo boliviano con la iniciativa de los juristas independientes: avanzó un montón, llenando de esperanza los corazones de 800 mil personas que no están conformes con la administración de justicia de este país y que están decididas a cambiarla.