La fractura político-partidaria del Movimiento al Socialismo (MAS), que hasta hace dos o tres meses todavía parecía un sainete político, hoy se consolida de forma prácticamente irreversible; y, aunque en política nada es definitivo, escribimos sobre el supuesto que no hay retorno, tal como ya lo afirmamos. Desde nuestro balance, la crisis tocó fondo y estamos ante una inocultable disputa por el uso electoral de la sigla para el candidato del 2025 y que solo puede representar a una de las fracciones.
Este año se terminó de desatar la crisis, latente desde el inicio del gobierno en noviembre del 2020 a pesar de los ministros compartidos. Mucha agua corrió bajo el puente y aunque el último mes hubo un notorio esfuerzo de contención ante el evidente costo político de un enfrentamiento áspero, poco estético y que no le interesa a la ciudadanía en general (agobiada por el día a día, la incertidumbre y una crisis en las expectativas), las maniobras parlamentarias, los ataques, los insultos y las declaratorias de traición corrieron sin cesar y con elevada intensidad a través de actores secundarios.
Lo real es que la división, en el congreso de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (Csutcb), del pasado mes de agosto, selló la fractura porque se salió del marco estrictamente partidario y tocó a la más importante organización social que sostiene el proceso político.
En los previos congresos nacionales de interculturales o bartolinas y en los de las federaciones departamentales hubo enfrentamientos y fracturas que se lograron mimetizar, pero nada alcanzo la dimensión de la crisis al interior de la confederación campesina. Esta crisis orgánica, con su correlato de intervención política y policial, llevó a los perdidosos a negar la pertenencia del Gobierno al instrumento político: “Este no es nuestro Gobierno”. Y, finalmente, para terminar de consolidar la fractura, la convocatoria al bloqueo de caminos este lunes 4 de septiembre (postergado, el sábado, hasta el 16 de octubre N. del E.)
Acá estamos, hay un escenario político partidario absolutamente enfrentado y que, al calor de la disputa, busca derivar la crisis de lo partidario y de lo orgánico a un nivel societal y mejor si alcanza al Estado mismo. Se apunta a escalar la crisis hacia lo institucional y lo gubernamental, porque es ahí donde finalmente reside el Estado y, a continuación, el funcionamiento y la estabilidad de la sociedad.
Y en esta línea, la larga crisis del gobierno departamental de Santa Cruz, ahondada con la detención de su gobernador y una seguidilla de bloqueos en el norte departamental que afecta al país en su conjunto, o la reciente detención del gobernador de Potosí por cuestiones de corrupción (lo mismo que en algunos ministerios), nos refieren a una dimensión de la crisis institucional-gubernamental que se suma a un conjunto crítico.
Sucede lo mismo con la imposibilidad legislativa de convocar a las elecciones judiciales por falta de un mínimo de consenso democrático que asegure renovación, pero también superación de una profunda crisis en la administración pública de la justicia. Ya ni hablar de ese exabrupto judicial de impedir las interpelaciones legislativas a los ministros de Estado. El resultado inocultable de la pérdida de coherencia y autoridad en varios frentes institucionales y gubernamentales es el aumento de la corrupción y el narcotráfico.
Las instituciones dejan de funcionar y, automáticamente, los factores disolventes y oportunistas aprovechan las crisis para ampliar su acción y cobertura. Corrupción y narcotráfico no son ninguna novedad en nuestra historia y menos en la del mundo contemporáneo, pero hay que anotar su coincidencia y efecto perverso sobre estados y sociedades en situaciones de inestabilidad.
Este conjunto de disputa y crisis partidaria, política e institucional tiene en el país un continuum que articula el irrespeto a un referéndum y la tragedia de la ruptura institucional del 2019 que ha dejado al Estado y la sociedad descompuestos y sin la suficiente solidez para enfrentar las secuelas de la crisis sanitaria, la disminución de los ingresos económicos provenientes de la economía del gas y ni hablar de la crisis mundial por efecto de la guerra y la disputa por la hegemonía global.
En fin, por donde se vea la gestión de gobierno y administración del Estado va cuesta arriba y, con el largo tiempo que todavía resta para las elecciones generales, es una tentación tirar piedras y que el barco termine de escorar. No se entiende de otra manera la convocatoria campesina a un bloqueo general de caminos —el arma histórica del movimiento campesino para recuperar la democracia— buscando escalar la crisis hacia el Estado y por ese medio arrinconar al Gobierno para consolidar una candidatura.
Una cosa no va con la otra y sin duda es difícil creer que la amplia estructura y base campesina se preste para una enorme y sacrificada movilización que, lo saben, solo se usa en momentos de grandes decisiones políticas y sociales, y no la toman las cúpulas ni voluntariosos dirigentes medios sino sindicatos y comunidades a través de sus centrales.
Por todo ello, este artículo, a tiempo de registrar esta “crónica de una ruptura anunciada”, afirma que este quiebre orgánico partidario del MAS es también un fin de ciclo.
Empezando con un estricto razonamiento lógico, el país de hoy tiene poco que ver con el que acabó el 2019 en lo político, lo estatal y lo social, como es absolutamente comprensible desde cualquier frente o escenario de análisis. Ni hablar, como dijimos antes, del mundo contemporáneo donde ahora se habita al medio de una irrefrenable globalización y que nos tiene ante el riesgo de una amenaza nuclear por la decadencia de la hegemonía estadounidense y su moneda como medio de transacción mundial.
Pero, además, y este parece ser el elemento más contundente de este razonamiento, hoy no es el año 2005, cuando se concretó un largo proceso de acumulación política, social y orgánica de más de dos décadas y que tenía un enorme asiento en la clase media y los cinturones periurbanos. Hoy, para remontar esta crisis de legitimidad estatal y social, recuperar la cohesión social e insertarnos exitosamente en el mundo multipolar, requerimos una recomposición de la política, la rearticulación de las organizaciones sociales en una nueva perspectiva de Estado y de economía y, que las ciudades, dónde habita, principalmente, la clase media, ganen la certidumbre de que volvemos a construir un país para todos.
Este es el fin del ciclo, resta que así se lo entienda y se obre en consecuencia. Los conservadores no lo entenderán y seguirán en lo de siempre, en pie, pero de la página anterior, habrá que esperar que nuevos actores políticos vuelvan a imaginar otro país posible.