Los megaincendios de los últimos años, como el que vivimos en este momento, marcan un hito en la conflictividad socioambiental boliviana por su impacto ultraviolento y descarnado, que supera anteriores facetas del conflicto social y medioambiental: criminalización, persecución, represión, desplazamiento, etc.
El fuego de forma concreta expresa cómo en poco tiempo se “limpia” la tierra, arrasando cuanta biodiversidad haya en ella (árboles, animales, fuentes de agua, aire, etc.). Una pedagogía de violencia que altera nuestro entorno con el mismo impacto que una bomba: donde antes estaba el bosque chiquitano, las pampas de Moxos, el bosque Amazónico o de piedemonte ahora solo vemos miles de miles de kilómetros de fuego, humo y cenizas con olor a muerte. Estas son nuestras zonas de sacrificio ambiental.
Les llamamos megaincendios por la magnitud de su extensión, pues los últimos cinco años estos incendios han arrasado más de 17 millones de hectáreas (ha) en todo el territorio boliviano: en 2019: 5,3 millones, en 2020: 5 millones, en 2021: 4,2 millones; en 2022: 800 mil ha y ahora, en 2023, hasta el momento 2 millones de hectáreas (ABT, 2022; 2023).
A esto debemos sumar la masiva pero “silenciosa” deforestación: en 2020, Bolivia ocupó el tercer lugar de países con mayor pérdida de bosques primarios tropicales, luego de Brasil y el Congo (Global Forest Watch, 2021); ese mismo año, Maaproject (2021) posicionó al país como el segundo con mayor pérdida de bosque primario amazónico, superado solo por Brasil.
Por ello, los términos de tierra arrasada o zona de sacrificio ambiental son una interpretación más para calificar como ecocida la estrategia del fuego para impulsar intereses capitalistas en los bosques, mediante la ampliación de la frontera agrícola y pecuaria con el fin de obtener materias primas para los mercados. Esa es la explicación por la que los incendios están, sobre todo, concentrados en Santa Cruz, zona que vive el boom comercial de soya y ganadería para exportación liderado por el agronegocio de élite; Beni como nueva zona de expansión por el cambio de uso del suelo, donde actualmente arde casi el 70 % de los incendios activos por lo que emitió una declaratoria de emergencia; así como el norte de La Paz, con San Buenaventura como municipio declarado en emergencia.
A los intereses capitalistas se suman intereses mercantiles de nuevos actores campesino-sindicales que con el fuego consolidan su avanzada de ocupación de tierras, por la oportunidad político-partidaria que tienen para obtener títulos de propiedad e insertarse en los lucrativos segmentos extractivos (Colque, 2023).
Esta deliberada política de despojo ha conformado toda una estructura legal y jurídica que se sobrepone a una Constitución garantista de los derechos ambientales, por ejemplo, la Ley 1171 que promueve el “uso racional del fuego” o la Ley 741 que autoriza de forma expresa el desmonte hasta 20 ha.
A contracorriente de lo que dicen los hechos y las leyes, se construye una institucionalidad “del fuego y el desastre ambiental” con un discurso oficial de permisividad y negación (negación ecológica o negacionismo climático, según Svampa y Viale, 2020).
Por ejemplo, el ministro de Medio Ambiente que niega la sequía y los efectos del mercurio, el comandante de la Policía que niega avasallamientos armados en áreas protegidas o los voceros del agronegocio que niegan su participación en los desmontes e incendios.
Mientras, tenemos un Ministerio de Salud que no cuida la salud frente a la contaminación del aire por el humo, tenemos un Ministerio de Medio Ambiente y Agua que no protege ni el medio ambiente ni el agua frente a los incendios, tenemos un Instituto de
Reforma Agraria y una Autoridad de Bosques y Tierra que otorgan autorizaciones de ocupación, quemas y desmontes.
De forma paralela, la sociedad boliviana se ve obligada a paralizar su “normalidad”: no hay clases por la alta contaminación del aire, hay bloqueos entre La Paz y Beni por población seriamente afectada por el fuego, hay protestas urbanas en Santa Cruz y La Paz que piden declaratoria de emergencia. Aunque nada devuelve o repara lo perdido en vidas humanas, de flora o de fauna: ansiedad, depresión o angustia no forman parte (ni formarán) de los estándares de la salud pública de una sociedad conmocionada por los megaincendios.
Estos serán los nuevos pasivos o las nuevas externalidades del fuego en nuestras vidas, como una faceta más del “capitaloceno” (Moore, 2015), del “piroceno” (Pyne, 2022), del “ecocidio” o del “terricidio” (Millán, 2019), como partes de lo que Wertheimer y
Fernández (2023) conjuncionan como una ecología política del fuego. Estas mismas autoras vaticinan que ya no es posible pensar la salud humana, la de los ecosistemas y la sanidad animal de manera fragmentada. Somos parte de un todo interconectado con la naturaleza: los incendios de hace cinco años son las sequías de hoy, la deforestación en las nacientes de cuencas son la sequía de la Amazonía de hoy, y serán las hambrunas de mañana. Ahora sabemos que no hay incendio accidental sino solo política criminal.