Los recientes sucesos en el Ecuador, país en el cual el crimen organizado ya amenaza abiertamente la autoridad y soberanía del Estado, constituyen un caso del cual toda Latinoamérica debe aprender para no seguir por el camino de inseguridad y violencia que, con mucho dolor y sufrimiento, ya han seguido otras naciones hermanas como Colombia y México. En el caso de Bolivia, aunque no sufrimos aún el grado de violencia que vive el Ecuador debemos aprender sobre el proceso mediante el cual esa hermana república sudamericana cayó en la actual situación.
Se han vertido muchas opiniones sobre los últimos hechos suscitados en el Ecuador cuando a principios del año 2024 integrantes de bandas delincuenciales tomaron un canal de televisión y una universidad para buscar notoriedad y desde esos espacios amenazar las autoridades, hechos a partir de los cuales el presidente Daniel Noboa declaró estado de conflicto interno y movilizó a todas las fuerzas de seguridad.
Esas son reacciones que procuran controlar la situación, pero claramente se requiere afrontar los problemas estructurales que constituyen sus causas. En el caso del Ecuador, muchos consideran que el desmantelamiento de la base militar de Estados Unidos situada en la localidad de Manta y desde la cual se realizaban labores de vigilancia aérea para controlar los vuelos operados por narcotraficantes, marcó un punto de inflexión negativo.
Otros apuntan a una serie de leyes que debilitaron las normas para procesar y castigar a los delincuentes, siguiendo corrientes jurídicas que confunden el respeto a los derechos humanos con la impunidad de quienes atentan contra la vida, la seguridad y el patrimonio de los ciudadanos.
Seguramente la respuesta es una combinación de muchos factores. Lo cierto es que una vez que se llega a esta situación los países se ven ante la disyuntiva de someterse a altos niveles de inseguridad y a la corrupción del aparato público, con la degradación de las condiciones de vida de la población que ello acarrea, o combatir a estos grupos delincuenciales, lo cual puede equivaler a verdaderas guerras internas que cuestan miles de muertos, como ya ha sucedido en los casos de Colombia y de México.
La inseguridad y la violencia no sólo deterioran la seguridad de las personas, de las familias y de la sociedad en su conjunto, sino también se convierten en un grave obstáculo para el desarrollo de las naciones, como recientemente destaca en una artículo Carlos Felipe Jaramillo, vicepresidente del Banco Mundial para América Latina y el Caribe, quien resalta que la región latinoamericana tiene el 9% de la población del planeta y en ella se perpetra un tercio de los homicidios del mundo, apuntando a estas circunstancias como una de las principales causas de los altísimos niveles de migración desde Centroamérica, por ejemplo.
No hay duda de que en los países donde la violencia genera altos niveles de inseguridad se afrontan graves obstáculos para el desarrollo económico y el desarrollo empresarial en particular, dado que los costos de invertir se elevan considerablemente, desincentivando la realización de nuevos emprendimientos y, por lo tanto, afectando sustancialmente la capacidad de las empresas para crear nuevos empleos formales, con lo cual se profundiza el circulo vicioso de desempleo, delincuencia, violencia e inseguridad.
Por ello, no es de extrañar que surjan fenómenos políticos como el presidente Nayib Bukele de El Salvador que con la bandera del combate frontal a las bandas del crimen organizado ha arrasado en las elecciones y goza de altísimo nivel de popularidad, aunque en el camino haya conducido a su país por el camino de las democracias iliberales, atropellando los límites que su propia Constitución imponía para evitar la concentración del poder y preservar el Estado de derecho. Sin lugar a duda, este modelo político está siendo admirado y será emulado desde muchos sectores de Latinoamérica que sufren más por la violencia que por la pobreza.
Bolivia no sufre aún estos extremos de inseguridad y de violencia. No obstante, todos los días observamos con espanto cómo la corrupción de la justicia y de los entes gubernamentales encargados de la seguridad pública favorecen el establecimiento de grupos internacionales del crimen organizado que, si bien actualmente no atacan directamente a la ciudadanía, en el futuro podrían hacerlo si la sociedad y el Estado no reaccionan oportunamente.