Al cocalero le está pasando aquello de la mitología griega: sus muertos lo persiguen. Ahora volvieron los de la Masacre de Las Américas, acechan los de la Masacre de La Calancha (vía CIDH) y así sucesivamente. Como dijo Franz Tamayo, “mutatis mutandis”, no se puede ser eternamente impune y poderoso.
En sus despiertas pesadillas, deben jalarle de su dedo gordo del pie -izquierdo, por supuesto-, y si le funciona, su conciencia debe estar completamente magullada por aquello de su tristemente célebre del “meterle no más”. De esas consecuencias, “sus abogados” no podrán arreglar, pues, ante la justicia internacional (con todas sus luces y sombras), ya no hay “tu tía”.
Peor aún, a la vista de su confesión espontánea de autoría mediata realizada aquel 16 de abril de 2009, cuando, abrazado de su jefazo, el otro tirano que debe estar ardiendo en el infierno, admitió haber dado la orden a sus ayucos del operativo que resultó en esa masacre. Los abogados sabemos que a confesión espontánea se produce el relevo de prueba y que cualquier juez -independiente, por supuesto- encontrará además que esa confesión espontánea acaba de ser corroborada por otra fuente probatoria independiente, cuando su temible lugarteniente, el de las hormonas amazónicas, acaba de ratificar públicamente aquella versión. Sálvese quien pueda.
Un fiscal -objetivo, por supuesto- habrá hecho olas mexicanas al oír además que públicamente está también confesando su riesgo de fuga y obstaculización, cuando le metió no más avisando que no se presentará a declarar, pase lo que pase. Picante surtido se ha hecho.
Más interesante aún (Mateo 13:9-15, es decir: “El que tenga oídos, que oiga”) resulta ser, desde mi punto de vista, lo que desde la ciencia del derecho todo lo anterior implica. Para empezar, la constatación de que si bien durante algún tiempo uno puede asegurar relativa impunidad, cuando tienes el control de todo el sistema de administración de justicia interno a través de tus juristas del horror que te atan los watos, te inventan “derechos humanos” inexistentes o te besan las manos si no el orto en inauguraciones, etc, al final del día y con un poquito de litigio estratégico ante los sistemas internacionales de derechos humanos, terminarás no más arrinconado ante sus estrados para rendir cuentas de tus crímenes. Hoy el mundo es no más, pues, ancho y ajeno.
Por mucho que se hagan discursitos de plazuela contra la globalización (aunque vistas y uses, todos sus productos, etc), lo que le está ocurriendo prueba también más allá de toda duda razonable que la ciencia del derecho y su litigio está hoy completamente globalizada. Existen tanto para los estados como para las personas, peor si han sido o incluso son poderosos dentro de sus territorios, sistemas universales o regionales que al final del día, si le metiste no más, tendrás que rendir cuentas de tus crímenes. Unos juzgan estados (Sistema Interamericano, por ejemplo) y otros, personas (Corte Penal Internacional), y así el estado del arte, o quedarás confinado en tu chaco (por muchos jets privados que humildemente accedas para ir a algunos pocos lugares) o arriesgarás tu pellejo poniendo un pie fuera de tu escaso margen de relativa seguridad y, terminarás en algún calabozo allende de sus fronteras. Que le pregunte a su colegas Putin o, vía huija, a Pinochet.
No oír y especialmente entender aquella sabia enseñanza del gran Franz Tamayo y meterle no más en cuestiones de tan profundo calado como son el respeto de los derechos humanos que, en estados genuinamente democráticos constituye la principal función de garantía de quienes los dirigen, tarde o temprano te cobrará factura sea interna o externamente. Hoy, con todas sus luces y sombras, el mundo es cada vez más ancho y ajeno para los perpetradores en serie de vulneraciones de derechos humanos, con la mala noticia de que ésas sí son realmente imprescriptibles y especialmente perseguibles universalmente. Y es que “matar a su propio pueblo es un delito imperdonable que tarde o temprano se castiga. Son uno de los pocos delitos que nunca quedan impunes, incluso en Bolivia. Lo sentenció Jimmy Ortiz Saucedo.
El autor es abogado