Justo cuando intentaba ubicarme en un lugar seguro dentro del debate nacional por la modificación de la Ley 348, “Ley Integral para Garantizar a las Mujeres una Vida libre de Violencia”, se me cruzó la miniserie británica de Netflix Bebé reno, que tiene aturdida a su audiencia. Una “comedia” negra basada en hechos reales, sobre el acoso sexual de una mujer al protagonista.
La norma de marras tiene —como su nombre lo sugiere— la misión de “establecer mecanismos de prevención, atención, protección y reparación a las mujeres en situación de violencia, así como la persecución y sanción a los agresores, con el fin de garantizar a las mujeres una vida digna y el ejercicio pleno de sus derechos para Vivir Bien”.
El presidente del Senado, Andrónico Rodríguez, cree que esta ley es “antihombres”: “La Ley 348 tiene ojos para ver a los hombres como enemigos, es prácticamente una ley antihombres”.
Colegir aquello en momentos en que las nociones masculinas se devalúan estrepitosamente no parece acertado. Aun así (o quizás por ello), el eco de esas declaraciones lleva días retumbando, en algunos con estridencia y en otros con frialdad. Entre los últimos estoy yo, que mientras más escucho al senador —en este tema— mejor me sitúo. Y es que basta leer el objeto de la ley para advertir que, pese a su buena intención e innegable buena fe, no solo discrimina a quienes pueden asimismo sufrir violencia, sino que los presume como exclusivos agresores. Esta disposición legal pareciera proteger únicamente a las mujeres (cuando los hombres también pueden ser víctimas) de los agresores varones (cuando las agresoras también pueden ser féminas).
Escuché decir a un periodista que la violencia contra los hombres es la excepción. Sin embargo, no se puede legislar a costa de quienes se hallen en esa excepción. Si entendemos la equidad como un “principio ético normativo que pretende cubrir aspectos pendientes de satisfacción en un determinado sector de la población”, deberíamos pensar, como un sector que necesita atención urgente y permanente, al conjunto de víctimas de violencia sin excluir a los que se considera la padecen en menor grado.
La ley no contiene disposiciones expresamente discriminatorias e, incluso así, abandona a buena parte de ciudadanos que soportan violencia. Eso produce un quiebre en el principio de igualdad de protección legal, que supone que las personas en situaciones similares, deben ser tratadas por igual.
Como nuestra tendencia —quizás por la pereza de buscar razones encontradas— es quedarnos donde está la mayoría, no nos animamos a explorar más allá de la consigna prestablecida. Si los grupos de ideología predominante nos dicen que la mujer es la víctima de la violencia, nos cuesta pensar que, aunque en proporciones abismalmente menores, hay hombres que experimentan acosos, violaciones y agresiones psicológicas o físicas.
En la cruda serie biográfica Bebé reno —reseñada como una “comedia dramática con elementos de terror”—, un aspirante a comediante de stand up (Richard Gadd en la vida real), con una historia de violaciones que han agotado su autoestima, es hostigado por una mujer mayor (quien lo llama “bebé Reno”) que, a pesar de entregarle episodios confusos que lo hacen sentirse exaltado, convierte su vida en un infierno particular.
El otro aspecto que intentan cambiar los que critican —de alguna forma— la Ley 348, es su lado prejuicioso, que se vuelve inevitable dado el modo en que la norma está planteada. A partir de artículos como el que señala que “en caso de conflicto o colisión entre derechos individuales y colectivos, se dará preferencia a los derechos para la dignidad de las mujeres (…)”, se producen decenas de falsas denuncias por parte de mujeres no agredidas que, sabiéndose protegidas (por la ley y por los jueces) no dudan en acudir al escarnio fácil. Lo que se traduce en muertes civiles, separación del núcleo familiar o calabozos para los hombres que dejaron de ser queridos o (¡ay!) buscaron otros puertos. Los “intérpretes” de la ley presumen en varias ocasiones la culpabilidad de los hombres solamente por el hecho de serlo.
Pasa que —ahí también estoy con Rodríguez— “un hombre no es violento solo por ser hombre. La violencia no tiene género” (leí por ahí que mientras una de cada tres mujeres sufrirá acoso a lo largo de su vida, uno de cada seis hombres tendrá la misma tortura).Y no, el senador no niega el maltrato hacia las mujeres (habría que ser imbécil o tener muy mala leche para no reconocer que, sobre todo en nuestro país, la violencia hacia las mujeres es infinitamente más común, más persistente y más cruel), de hecho lo condena; únicamente exige equidad en el manejo de los casos: “Una mejor sociedad no se construye con machismos o feminismos que sometan al otro, sino con hombres y mujeres iguales ante la ley. Hay que despolitizar y desideologizar la violencia de género”.
Mientras sigamos creyendo que los hombres no necesitan una protección similar a la que se nos da —aunque sea en lo formal— a las mujeres (las normas contra la violencia intrafamiliar no alcanzan), habrá más de un bebé Reno cargando angustiosas vivencias en silencio. Como lo hacen muchas mujeres, pero sin ningún amparo.
La autora es abogada