Ojeé hace unas semanas la entrevista en El País a la diseñadora de modas Elena Benarroch, pese a que dejé de leer ese medio español, desde que se convirtió en un panfleto sanchista (que apoya al presidente del Gobierno español). Aun así, me llamó la atención el titular entrecomillado: “Es una gilipollez pensar que si eres rico no puedes ser de izquierdas”.
Me quedé calibrando cuánto de gilipollez tenía esa noción. Para lograr una medida equilibrada, partí identificando a quien lanzaba la provocación: una diseñadora apodada “la peletera de la beautiful people” que llegó a abrir una tienda propia en la avenida Madison de Nueva York y ha sentado a su mesa a lo más alto de la política y la farándula de España.
Benarroch describe la izquierda con la palabra tolerancia. Lo que haría a cualquier indulgente o considerado, una persona de izquierdas. Curiosamente, tuvo que cerrar su tienda de lujosas pieles en Madrid porque “estaba muy harta del rollo ecológico”…
Tradicionalmente se ha explicado la izquierda como el fragmento político de la sociedad que defiende la igualdad social y promueve el igualitarismo, ético y político, como el modo más justo de la existencia humana. De ahí que lo de la estupidez que denuncia la modista se me volviera aún más controversial, pues si revisamos la conducta de varios líderes de izquierda (que llevan la voz cantante de la gente pobre), nos toparemos con ambiciones económicas personales más propias de quienes no protestan contra el capitalismo.
Es de sobra conocida la pasión por la moda que tiene la expresidenta de Argentina Cristina Fernández, quien reivindicaba al Che Guevara en actos públicos portando carteras Louis Vuitton o Gucci de 1.200 dólares, y gasta millones en joyas. Según el New York Post, en un viaje oficial a París gastó miles de euros en la compra de 20 pares de zapatos, que se sumaron a las decenas de las que alardeó en el documental Al sur de la frontera, de Oliver Stone (otro millonario de izquierda).
La pareja Pablo Iglesias-Irene Montero, connotados podemistas españoles que se alimentan políticamente del activismo “de la igualdad”, viven en un chalet de 600.000 euros. Cuando alguien interpeló a Montero por esa compra, ella respondió que “ser de izquierdas no es no tener un iPhone”, y con falsa indignación afirmó que no había impostura, que ellos también tenían derecho a gastar ese monto en una vivienda. Derecho que, por cierto, nadie discute.
Y los hay quienes llegan a gobernar por la vía del progresismo, pero se dejan seducir por las excentricidades que solo el capitalismo salvaje pareciera poder proveerles. Viajar en aviones privados de 40 millones de dólares (como el que Evo Morales hizo que el Estado Plurinacional comprara al Manchester United), o coleccionar relojes Rolex como Fidel Castro, probablemente con sueldos provenientes de la venta de la caña de azúcar que cosechaba cada mañana…
La vicepresidenta de Colombia, la izquierdista Francia Márquez, fue muy criticada por transportarse en helicóptero a su nueva casa en un exclusivo barrio al norte de Cali. También con una fingida irritación, Márquez acusó a sus detractores de discriminación: “al vicepresidente de Duque no le habrían reclamado lo que me reclaman a mí”. La Vicepresidenta no comprende (o quizás sí) que parte de la crítica vierte sobre el hecho de que no hay coherencia entre su discurso progresista, altisonante, y su comportamiento.
En uno de esos diccionarios anacrónicos de ciencias sociales —cuyas definiciones solían ser más ideológicas que académicas— se lee que la izquierda ha construido su teoría con un sentido combativo muy profundo, que, si bien le ha dado solidez en sus convicciones, ha restado precisión a su punto de vista.
Un punto de vista que —podría pensarse— tiene que ver con la aspiración de igualdad y justicia social solo posibles con una distribución equitativa de la riqueza. Pero la izquierda se ha despojado de las fórmulas relacionadas con la pobreza, y se ha concentrado en causas que son más sencillas de abordar, en tanto requieren menos compromiso personal.
En esa medida, hace unos días el futbolista Kylian Mbappé llamó a los jóvenes franceses a no votar por la (extrema) derecha. “El euro ocupa un lugar muy importante en nuestras carreras, pero creo que ante todo somos ciudadanos y creo que no debemos estar desconectados del mundo que nos rodea…”.
Aquel que dijo que hay riquezas compatibles con las ideas progresistas y otras que no, seguro pensaba en Mbappé, que con un sueldo por temporada de unos 15 millones de euros se puede preocupar públicamente por los inmigrantes y por los trans, pero no tiene que ofuscarse por los pobres.
Como alguien (con su invariable arrogancia) me acusó de prejuiciosa, no criticaré implacablemente a quienes se proclaman de izquierda desde la riqueza (tal vez el expresidente uruguayo José Mujica me malacostumbró, y busco su misma consistencia); pero sí diré que entiendo las palabras del músico Paco de Lucía: “Fui de izquierdas hasta que gané los dos primeros millones de pesetas. Cuando los guardé en el banco, que no hice ni escuelas ni se los di a los niños de África. Cuando no hice nada por los demás con ese dinero”. Al parecer, la izquierda suponía para él algo más que simple tolerancia.
La autora es abogada