Se puede afirmar, con cierta cautela, que en Bolivia los intelectuales progresistas no se interesan efectivamente por los derechos de terceros, por los problemas del medio ambiente o por una educación moderna, racionalista y democrática. La crítica a las izquierdas es indispensable porque a través de este esfuerzo podemos acercarnos a comprender la magnitud y la intensidad de la cultura política autoritaria, que lamentablemente todavía predomina en el país.
La crónica de los últimos años en Bolivia nos ha recordado la vigorosa persistencia de valores tradicionales, que van desde el machismo cotidiano hasta la irracionalidad en las altas esferas burocráticas. Las consecuencias son muy variadas, y todas ellas tienen que ver con la ausencia de un racionalismo práctico-político, algo todavía escaso en la sociedad boliviana.
Entre los resultados del irracionalismo crónico se hallan la pervivencia de una burocracia muy inflada y poco productiva, el saqueo sistemático de los bosques y de otros ecosistemas naturales, la improvisación en todos los ámbitos y el pensar permanente en el corto plazo. En diciembre de 2020 se publicó un informe basado en fuentes empíricas, según el cual los ciudadanos bolivianos empleaban en trámites burocráticos con instancias del Estado central un tiempo promedio (per cápita) de 1.025 horas al año. En América Latina el tiempo empleado en trámites con la burocracia del Estado central era en promedio unas 330 horas anuales y en países de Europa occidental solo 159 horas. Ningún organismo oficial se sintió aludido.
Ningún partido político, ninguna institución ciudadana y ningún intelectual izquierdista propuso una reducción de estos procedimientos que hacen perder un precioso tiempo —el elemento más valioso, por ser el único irrecuperable— a los seres humanos. Aquí se percibe que la pérdida irracional de tiempo en un plano que, en el fondo, puede ser modificado por obra humana, no preocupa a casi nadie, pues de trata de un fenómeno considerado natural, como una tormenta que no puede ser evitada.
Es similar al caso de los incendios forestales: la sociedad boliviana no es, por supuesto, abiertamente partidaria del fuego, pero es mayoritariamente indiferente con respecto a la protección del medio ambiente y a la existencia de una frondosa e ineficiente burocracia. Lo mismo sucede con una administración de justicia situada entre las peores del mundo. Estos fenómenos negativos no podrán ser resueltos favorablemente —por lo menos en los próximos años— porque la mayoría de la población boliviana no siente la necesidad de remediarlos.
Muchos intelectuales de izquierda, en todas sus formas de manifestación, están todavía contra un orden social abierto, moderno y pluralista y, por consiguiente, no ven con malos ojos una estructura estatal jerárquica, piramidal y autoritaria. Esta constelación es muy favorable a una burocracia muy amplia y una tramitología muy dilatada. Como dice el historiador mexicano Enrique Krauze, estos intelectuales se parecen mucho a los obispos católicos del siglo XIX:son provincianos y pueblerinos, y también dogmáticos, arrogantes y se creen los únicos depositarios de la verdad histórica. Aquí está el principal problema de las fuerzas de izquierda en su configuración actual: no son conscientes de los peligros y las consecuencias que entraña un orden autoritario. A los intelectuales progresistas les falta igualmente la virtud de la ironía, que es, entre otras cosas, la capacidad de cuestionar las convicciones propias más profundas y verse a sí mismos con algo de distancia crítica.
Para la mayoría de nuestros intelectuales de izquierda no ha existido el totalitarismo de la Unión Soviética bajo Stalin o de la China en la época de la Revolución Cultural. Ellos prefieren ignorar asuntos como Camboya bajo Pol Pot, Corea del Norte desde la instauración de la dinastía Kim o Cuba durante la dictadura de los hermanos Castro. Los intelectuales progresistas no quieren percatarse de que a menudo los regímenes izquierdistas y populistas han resultado ser un remedio peor que la enfermedad sociohistórica que pretendían curar. Los pensadores izquierdistas reproducen las clásicas cualidades de las personas provenientes de los estratos sociales privilegiados: arrogancia, megalomanía y egocentrismo.
Este tema no es insignificante ni trivial, porque está estrechamente vinculado a la aparición y consolidación de un desprecio dogmático con respecto al que piensa de modo distinto. Precisamente este fenómeno se da también en círculos indianistas, que una opinión ingenua podría considerar como el espacio privilegiado de la modestia, la tolerancia y la reivindicación de viejos anhelos de justicia histórica. Un ejemplo claro ha sido Fausto Reinaga, hasta ahora el pensador e inspirador más importante del indianismo, quien — sin ironía— se comparó explícitamente con los grandes oradores de la historia universal, desde Demóstenes y Cicerón hasta Lenin y Trotski, exclamando alborozado en su autobiografía Mi vida: “Domé, dominé y poseí a mi auditorio”.
Nunca debatió con sus oyentes. Como Reinaga mismo admitió, en 1944, cuando fue candidato oficialista a la Convención Nacional durante el gobierno de Gualberto Villarroel, utilizó toda clase de mañas y artimañas para conseguir una victoria electoral, instigando abiertamente a la violencia física contra sus opositores. En la obra citada él relató con auténtica fruición las trampas y los engaños que concibió para ganar por la fuerza una diputación. Menciono estos hechos, en el fondo baladíes, porque las actitudes reiterativas de Reinaga y las normativas éticas que subyacen a las mismas son aquellas que practican numerosos miembros de todas las fracciones de la clase política boliviana.
Lo relevante reside en el hecho de que hasta ahora nadie ha criticado a Reinaga por este asunto, porque las triquiñuelas que utilizó son parte cotidiana de la cultura autoritaria del país, la que se ha convertido en algo naturalizado como obvio y sobreentendido, es decir en una porción importante —y apreciada favorablemente— de la mentalidad nacional. Ningún intelectual izquierdista o indianista se ha molestado hasta hoy en criticar los fenómenos de burocratismo y tramitología.