Donald Trump es el epítome de la imagen descrita en el libro The Ugly American (El estadounidense feo), escrito en 1958 por Eugene Burdick y William Lederer, una de las novelas políticas norteamericanas más influyentes y que describe los fracasos del cuerpo diplomático de EEUU en el sudeste asiático.
El texto hace referencia al “estadounidense que te encanta odiar”. Y, hoy, ése es Trump para la mitad de EEUU y buena parte del mundo. Sin embargo, este político republicano ha barrido con los demócratas, quienes se distinguen por abrir su tienda política a minorías de todo cuño, incluyendo a latinos, afroamericanos y feministas, entre otros.
Por el contrario, los republicanos no solo se han mostrado intolerantes, sino abiertamente hostiles tanto hacia nosotros, los latinos en particular, como a los propios afroamericanos, mujeres, gais, y otras etnias y minorías migrantes de todo el mundo y género. Y somos —en esto yo me excluyo— los latinos, los blancos pobres, los negros y el resto de los “excluidos”, quienes le han dado su victoria a nadie menos que al mismísimo Donald Trump, al supremacista blanco, al insultador, al misógino, al antiaborto, al antigay y un largo etcétera. De las otras minorías no puedo dar fe, pero sí se puede afirmar que los latinos y los afroamericanos incrementaron mayoritariamente el voto por Trump en esta reciente elección.
¿Cómo se explica esta tan flagrante y tan aparente contradicción?
Yo he estado —dolorosamente— haciendo un acto de contrición intelectual profundo, porque no me gusta, casi aborrezco equivocarme tan profundamente, cuando no solo deseaba, sino vaticinaba un posible triunfo de Kamala Harris.
¿Qué me llevó a cegarme tan radicalmente en contra de Trump y desear con toda mi alma (y por tanto irracionalmente) que perdiera?
Primer error: El centrarme en el individuo y no más allá, en lo que él mismo representa: al estadounidense típico.
Son dos visiones de vida, dos enfoques políticos antagónicos, distintos y opuestos, los que se han enfrentado en esta última elección en EEUU.
Para ilustrar diríamos que el primero está basado en la idea del “excepcionalismo estadounidense”, the beacon on the hill, el faro en la colina del mundo. La extraordinaria coincidencia histórica que dio lugar al nacimiento, hace casi 250 años, de un país “excepcional” a una nueva cultura del crisol, the melting pot, donde se funden como metal hirviendo las razas, religiones y costumbres del mundo y producen una síntesis superior: El estadounidense y Estados Unidos.
En oposición a ello surge la preferencia por una sociedad de grupos étnicos, nacionalidades, preferencias sexuales no tradicionales, etc., que se traducen en identidades múltiples, que quieren permanecer diferenciadas y adquirir su igualdad con base en la aceptación colectiva mutua (no fundidos en un melting pot). De allí surge la idea de que deben darse las mismas oportunidades de las que ha gozado tradicionalmente la población blanca y heterosexual de EEUU.
A los demócratas se los tildó de “comunistas” (“socialistas” era un término demasiado benévolo), básicamente asociándolos a la “lucha de clases” y que supuestamente buscan que grupos heterogéneos del país se enfrenten a la hegemonía blanca, patriarcal, heterosexual y cristiana.
Estas dos visiones están en contraposición: la asimilación cultural al modelo “americano”, que se funda en una igualdad del ser humano al nacer, por ser obra de Dios. De ahí en adelante deben regir, dice esta visión, las leyes de la competencia social dentro un sistema capitalista, básicamente “darwiniano”.
Al frente está la posición expresada por los demócratas contemporáneos, con una posición más “avanzada”, más “progresista” y tolerante, que acepta como un valor la equitativa incorporación de migrantes y minorías raciales, geográficas, religiosas o no religiosas, de diferentes tipos de género y sexualidad, etc. manteniendo sus identidades diversas y reclamando para ellas igualdad en la diversidad.
Se ha dado la contienda electoral y nítidamente ha triunfado, sin el menor atisbo de declinación o retroceso, la visión estadounidense; en nuestra concepción, la del “estadounidense feo” que es Trump (pero estadounidense al fin).
¿Por qué? Yo creo que los migrantes, especialmente los latinos, los nuestros, llegan a EEUU a cumplir el “sueño americano” y a asimilarse a su cultura, valores y gustos. Los votantes latinos han duplicado su preferencia por Trump entre la elección de 2016 y la de 2024. Y ello a pesar de los insultos que lanzó el ahora presidente electo contra migrantes mexicanos, portorriqueños y haitianos (que supuestamente “se comen los perros y gatos de los vecinos”).
Ahí veo yo un rechazo de esos migrantes a la “pluriculturalidad”, a permanecer diferenciados de los demás. El migrante aspira a ser visto igual que el resto de los ciudadanos, quiere asimilarse. Y desea distanciarse de los recién llegados, que representan lo que ellos dejaron atrás: pobreza y violencia, baja autoestima y discriminación en el lugar que abandonaron.
Ahora buscan homogeneidad, aunque sea con el “americano feo”, pero con el americano al fin. Y si no ya para él, sí definitivamente para sus hijos.
Me equivoqué de canto a canto. ¡No es Trump, no es la economía lo que motivó ese voto, sino el “ideal” americano, estúpido yo!
¿Alguna lección para nosotros en Bolivia? En mi próximo artículo.
El autor es catedrático, exalcalde de La Paz y exministro de Estado