Seis cambios hubo en el gabinete de ministros de Luis Arce en los dos años y medio que es presidente, cuatro de ellos sucedieron debido a actos reñidos con la ley cometidos por los altos funcionarios involucrados. En un equipo ministerial de 17 miembros, esos cuatro casos representan casi la cuarta parte del total.
De esos, sólo dos fueron destituciones. La primera sucedió a los 22 días de posesionarse el Gabinete y ocurrió porque el Ministro de Desarrollo Rural y Tierras contrató a su expareja en un alto cargo y mintió públicamente para disimular sus actos de nepotismo y tráfico de influencias.
Su sustituto también fue destituido, cuatro meses después de su designación, luego de ser detenido cuando recibía 20 mil dólares como anticipo de un soborno para facilitar el saneamiento de un predio.
Los otros dos renunciaron. El primero, de Educación, fue imputado por presuntas irregularidades en un proceso de institucionalización para designar autoridades de su área.
El último, de Medio Ambiente y Agua, renunció hace unos días debido al escándalo desatado por las denuncias de cobro sistemático de sobornos para adjudicar obras, por lo menos 20 millones de bolivianos que habrían sido invertidos en la adquisición de decenas de viviendas.
Tres de los cuatro casos fueron producto de denuncias de funcionarios del entorno de los involucrados y uno, de una investigación policial.
Que cuatro de los 17 ministros designados por el Presidente hayan dejado de serlo por hechos de corrupción deja mucho que desear respecto de su proclamada pretensión de contar con una “selección nacional” de los mejores bolivianos aptos para cumplir las tareas de manejar de manera conveniente y transparente la administración del Estado.
Ambiciosa pretensión del Jefe de Estado cuando su margen de decisión está limitado por la pertenencia de sus elegidos a organizaciones sociales afines al oficialismo, como, por ejemplo, el primer destituido, que era dirigente de los Interculturales en Santa Cruz, y el último dimisionario, exlíder de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia.
Eso no tendría que impedir ciertos escrúpulos de quienes son designados ministros, y menos que los mecanismos de control de la administración de Estado funcionen como es debido.
Pero eso, en Bolivia, parece imposible desde hace 17 años. Y es más evidente ahora cuando las denuncias de corrupción en el Gobierno se han convertido en un recurso de la pugna entre las dos facciones del masismo, y la Procuraduría General del Estado se despreocupa de ejercer sus atribuciones en casos como los citados, que implican “acciones contrarias a los intereses del Estado”.