Solían llamarlo “Latavaso” porque, en tanto y en cuanto encontraba la oportunidad, solía dispararse, por no decir perderse o enajenarse, ante cualquier festejo o jolgorio de moda. Aquella ocasión no era diferente pues, aferrado a su bebida de turno, celebraba a lo loco el triunfo de su equipo en aquella copa de gloria y pundonor.
La emoción no era para menos, aquella goleada histórica era motivo de orgullo para muchos días.
Tras los festejos cargados de algarabía y culminados los secos por izquierda y los vítores por derecha, el Latavaso se marchó para su casa, una choza humilde en la zona más pobre de una ciudad que casi rozaba el cielo. Fruto del alcohol y sus efectos, no tardó mucho el Latavaso en perderse por las calles poco iluminadas, fue así que pasó de buscar el sendero a su vivienda a alojarse en el cobijo de una plaza, una de esas que tenía pinos verdes y sombras amplias. Ahí se quedó a dormir, tirado más que echado, sobre una banqueta de vieja madera.
Cuando abrió los ojos, no tenía ni zapatos, ni billetera, tampoco cinturón ni camisón y muchos menos la dignidad puesta.
Más tardó el aire en entrar en sus pulmones que en explotar su rabia entre sus muñones, golpeó el asiento en el que se rindió, el árbol que le acogió y, finalmente, maldijo su vida y despotricó contra el alcohol. Fulminante fue su reacción, pero inocua resultó aquella pretensión, pues lo robado, robado está y no hay alma alguna que pueda desandar lo andado.
Al cabo de un rato, apareció a lo lejos un viejo con el rostro cubierto por un gran poncho que tras percatarse de la presencia del alcohólico, atinó a sentarse junto a él.
El Latavaso, sin percatarse siquiera de su ocasional compañía, siguió lamentándose de su mala fortuna.
—Es culpa del trago —decía—, la bebida me ha conducido a ser víctima de los hombres de mala fe.
El viejo, poseedor del saber que sólo llega con la muerte, le habló:
—No culpes a quien sólo es una consecuencia de tus malas decisiones —afirmó.
El Latavaso, sorprendido, masculló uno de sus mejores insultos en aymara.
—Después de la primera copa tu mundo es el que ansias tener, luego de la segunda sientes que te pertenece, pero luego de la tercera ves tu mundo como realmente es y ahí es donde sufres —afirmó el viejo.
El Latavaso, aun sintiendo el frío de la altipampa y lejos de escuchar la reflexión, se sintió más seguro que nunca que debía volver a la cantina donde encontraría amparo al influjo de alguna bebida.
Entendiendo que este era otro más de tantos casos perdidos, no quiso discutir más el anciano, que en verdad era la muerte, y sin decir ni hacer más, se llevó al hombre al más allá.