Cuando a mis 10 años vi la película Marabunta, en la que millones de voraces hormigas se comían la selva, a los animales y a los hombres, quedé impresionado. Pensé que todo era imaginación de su director y que se trataba de mera ficción. Luego supe que las marabuntas existían, y que, con su voracidad, arrasaban los lugares por donde pasaban, dejando desolación y miseria.
La Bolivia actual, la Bolivia del “cambio” y de las amplias libertades a los “movimientos sociales”, ha permitido que millares de hormigas humanas, con el mismo instinto devorador de las marabuntas, estén avasallando el país y arrasando con todo lo que encuentran a su paso. Si a las marabuntas se las trataba de detener de alguna manera, en Bolivia apenas se levantan voces en la Asamblea Plurinacional y en los medios de prensa, defendiendo a quienes son víctimas del acoso voraz que parece no tener fin.
Las marabuntas vienen avanzando desde que se aprobó a sangre y fuego la nueva Constitución. Ley en mano o sin ella, pasan por encima de todos los organismos de resguardo de la naturaleza y del medio ambiente, para arrasar sembradíos, bosques, ríos y hacerlos de su dominio. Sin autoridades departamentales que puedan detener a aquellos himenópteros hambrientos, sin una gobernación que pueda ordenar a que la Policía se movilice y ponga fin a los avasallamientos de las marabuntas, la nación está siendo extinguida.
No nos referimos solamente al asalto y quema de nuestros campos y fauna, sobre lo que ya nos hemos quejado muchas veces. Sabemos que existe una política miope o mal intencionada del Gobierno que tiende a despojar a los verdaderos “originarios” cambas de su hábitat, y, que, además del asalto imprevisto, se manejan mediante los bloqueos de caminos, cuando las marabuntas aparecen sorpresivamente y cercan a miles de camiones repletos de productos agrícolas o ganaderos que van hacia los mercados del interior o de ultramar. Las hileras de vehículos no pasan si las marabuntas no comen de la mano de los choferes; no se mueve un solo furgón si el Gobierno no les permite, por escrito, que puedan continuar con su avance depredador.
A los llamados “barones del estaño”, se les nacionalizó sus minas y no se les permitió regresar al país, acusándolos de haber hecho sus fortunas de manera esclavista, inmisericorde con sus mineros, alegando que se llevaban sus ganancias al exterior y que no invertían nada en Bolivia. Esa es una historia que se está revisando después de más de 70 años, para saber cuán cierto fue todo aquello y si, después de la nacionalización de las minas, la vida de los mineros y la nación mejoró con la creación de la Comibol.
Lo que ahora nos preocupa es el asunto tétrico de las marabuntas; de las hormigas azules que son llamadas “interculturales”, devoradoras de campos y principales provocadoras de voraces incendios, de quemas salvajes; y de las marabuntas coloradas, ruidosas, de pétrea cabeza broncínea: los mineros cooperativistas del oro. ¿Pero de dónde aparecieron estas otras marabuntas coloradas? Surgieron desesperadas luego del decreto 2160 de 1985, cuando cesantes los mineros de la Comibol, algunos se fueron al oriente y otros, la mayoría, al trópico cochabambino.
Los demás trabajadores excluidos se asociaron en las llamadas cooperativas mineras, que, sin capital ni subvenciones, parecían sentenciadas a un destino fatal. Pues bien, las cooperativas mineras se han convertido en un factor de poder, gracias a un decreto bondadoso y políticamente interesado de Evo Morales, sobre todo ahora que el país está sumergido en la anarquía institucional y el Gobierno se respalda en los “movimientos sociales”.
Estos insaciables devoradores ahora están exigiendo, como una condición más, poder explotar oro en las reservas naturales, en las áreas protegidas; quieren comerse todo el país envenenándolo con mercurio y otros químicos. Y en su intento han ocupado por unos días la ciudad de La Paz moviendo ruidosamente sus mandíbulas, produciendo hedor al comer y descomer en sus calles, sin el menor ánimo de marcharse si el Gobierno no les daba gusto, mientras que el país sigue pobre y jodido, pero, siempre, tratando de ser comprensivo con los pobres mineros, cuya dirigencia ya es gente adinerada que administra las cooperativas sólo con el seguro aval de sus asociados.
Mientras la minería formal paga alrededor del 50 % entre regalías e impuestos, los cooperativistas del oro, que tuvieron secuestrada a la sede de gobierno, esas marabuntas coloradas y ruidosas, sólo dejan al Estado el 2,5 % de sus millonarias ganancias, pero, además, no pagan impuestos. Si hablamos de dos a tres mil millones de dólares que, según datos oficiales, el país está exportando en oro, y ellos dejan apenas 60 millones ¿quién se queda con la plata?
Los políticos repudiaron a los “barones del estaño”, luego, los mismos nacionalizadores, les pagaron indemnizaciones carísimas a los antiguos dueños, y la otrora poderosa Comibol, que debía administrar la minería para felicidad de los bolivianos, fracasó, quebró. Ahora, son las cooperativas mineras las que lucran con los recursos naturales no renovables como el oro, que, supuestamente, para los ingenuos, para los que creen en la Constitución, son de todos los bolivianos. ¿Quién o quiénes nos están robando? ¿Quién o quiénes están envenenando los ríos? ¿Quién o quiénes venden el oro en dólares que no regresan al país?