Van desconfigurando el país. Desconfigurado significa que los factores mayores que determinan y señalan el orden societal, la estabilidad económica necesaria y la imprescindible convivencia social en el Estado se han desordenado peligrosamente, buscando generar sensaciones y cuadros propios de una situación de constante descontrol. Elementos raciales, identitarios, culturales, dialógicos, institucionales, sociales, económicos y, esencialmente constitucionales, se van desconectando de la normalidad Estado-sociedad-gobierno, pues son diariamente reusados con intenciones personalistas, de grupo pequeño, utilizados e instrumentalizados para la política pobre, aquella del sinsentido de destruir para construir opciones electorales, de la coyuntura reducida. La desconfiguración estatal es una secuela lógica de algo. En el caso de Bolivia, es el corolario de quienes desoyendo los principios constitutivos de “libertad, igualdad e inclusión para todos” expropian las formas constitucionales de acción y competencia política para atender sus ansiedades e impulsos, es un intento de captura del poder que sojuzga y no construye. Es la satisfacción personal, la impunidad, la obsesión y la fijación por el poder como único motivo de éxito vivencial.
¿Cuándo ocurrió que en Bolivia, los principios de Libertad, igualdad e inclusión pasaron a instalarse en el imaginario societal de una democracia más completa y extensa? El momento decisivo estuvo en el tiempo de gestación del Estado Plurinacional, en el imaginario de sectores excluidos y de una sociedad sobrepasada por el conflicto y la estropeada cohabitación social. En el hecho histórico de mutabilidad del poder político, de la representación política decisoria, de las nuevas incorporaciones. Algo como lo pensado por Claude Lefort en referencia a la Revolución francesa, cuando expone la relevancia de aquella máxima fundamental del nuevo tiempo revolucionario, “el poder absoluto del pueblo”. Sobre esa pasión por la igualdad, Tocqueville escribió: “Sería incomprensible que la igualdad no acabe de penetrar en el mundo político al igual que en lo demás. No se puede concebir que haya hombres eternamente desiguales en un solo punto e iguales en todos los otros. Acabarán, pues, en un tiempo dado, por ser iguales en todo”.
En las democracias maduras, se llega al control del gobierno por la travesía constitucional/eleccionaria, que señala siempre el ordenamiento mayor e interno de los países. Algunos, empero, buscan vías forzadas, devaluando la institucionalidad democrática, tensionando la sociedad y haciendo insoportable la cohabitación política. Son los que por la fuerza y convulsión trastocan el precepto establecido por la norma suprema. Los esfuerzos retóricos y las modernas estrategias de construcción de imagen no retirarán de escena aquello que en la retina social ya se instala, asociativamente, a un hecho de ruptura de la estabilidad democrática.
Shakespeare, por medio de su persistente Hamlet, nos expresó unas palabras: “el tiempo está fuera de quicio”. En un tiempo desquiciado, “un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo…”, decían Marx y Engels. Sobre esta fórmula, Jacques Derrida documentó su obra Espectros de Marx. Los espectros —y acá su valía— no son solamente aquellos que retornan de un ya recorrido pasado, sino de algo que está por llegar. Los espectros son reapariciones de lo acaecido, pero también algo que prorrumpe a ser y concretarse. Los espectros del autoritarismo antidemocrático y segregador insinúan hoy reinstalarse en nuestro espacio nacional. En tiempos de odio incontrolado, éste presenta varios rostros y formas: injusticias, derechos perdidos, dignidades violentadas, daño al otro, invalidaciones sociales, estigmatización y judicialización. Es el espectro de la incivilidad política que pensamos ya suprimida.
¿Tiene todavía la política algún sentido? se preguntaba Hannah Arendt en los años 70. Una interpelación que abandonaba la simplicidad y rechazaba la respuesta sencilla para centrarse en el daño que había producido la política, los hechos desgarradores y angustiantes de los que era responsable y los que amenazaba aún desencadenar. Ante el emplazamiento entonces, la mirada y la voz que habla y que refiere al sentido mayor de la política: libertad, igualdad y hoy inclusión. Los seres son más iguales en cuanto se destierran las pretensiones de predestinación, esas que imaginan algunos tener y que terminan cesando derechos y avasallando instituciones y procesos.
En este tiempo desquiciado, desconfigurado en cada ángulo, la sensación de que la política nos está subyugando se convierte en una aporía real. La insolvencia para desprendernos del odio político debería llevarnos a algo más que leer los periódicos del día buscando ver reflejadas nuestras satisfacciones de desprecio al otro, siempre disfrazadas de cobertura noticiosa, y preguntarnos, si este sinsentido construido por la obsesión de juzgar y castigar, de arrogarse el derecho de encontrar culpables, de marginar y de definir quiénes son dignos de ser aceptados en esta sociedad, es algo que nos hace mejores. Madison aseguraba que en las sociedades se trata de convivencia de hombres y no de ángeles, y para ello, evitar la destrucción de unos con otros solo es posible mediante un Estado centrado en la libertad e igualdad de sus ciudadanos y organizado de forma institucional.
En la Bolivia preelectoral, un grupo desquiciado piensa que imponer es mejor que elegir democráticamente, piensa también que la construcción de años de democracia e intentos de institucionalidad no tienen valía, pues la real importancia de algo sólo está en atender sus pulsiones de poder.
El autor es politólogo y portavoz presidencial