El modelo estatista, rentista y despilfarrador tocó fondo, y ahora el desafío es construir una solución liberal, no dogmática sino convocante, a través de un giro creativo y pragmático, para incluir a sectores que, a pesar de tener una práctica de mercado o capitalista, durante muchos años fueron absorbidos políticamente por el Movimiento Al Socialismo.
Para esto, debemos tener la capacidad de leer las realidades propias. Si bien hay elementos universales del liberalismo a aplicar, hay también una estructura socioeconómica específica que se formó en Bolivia, que comparte algunos parecidos con la de otros países como el Perú. El dato clave es la informalidad, una especie de economía popular de mercado en la que vive un 80% de la población, que hace transacciones en medio de una gran precariedad.
Un economista peruano que ha estudiado mucho este fenómeno, Hernando de Soto, calcula que en todo el Tercer Mundo la economía informal tiene bienes que equivalen al triple de toda la inversión extranjera directa en esas mismas áreas. Pero son bienes que, al no estar inscritos en un sistema jurídico, no son propiamente capital, no sirven por ejemplo para el acceso financiero.
Esto, a escala, se repite en nuestra economía. Se estima que más del 60% de las viviendas de Bolivia no tienen un título registrado, limitando la capacidad para tomar un préstamo bancario e impulsar una pyme. Pensemos igualmente en toda la pequeña propiedad rural que no es embargable. Se necesitan, por lo tanto, profundas reformas legales, incluso constitucionales, que fortalezcan y faciliten los derechos de propiedad, como alternativa a la precariedad.
Junto a las reformas hacia un capitalismo popular, que viabilicen la entrada de esos bienes al sistema jurídico con los incentivos necesarios, para despertar esa riqueza potencial y convertirla realmente en capital, se necesitan también nuevos motores regionales del desarrollo.
En un país como Bolivia, con regiones tan diversas que en algún momento se habló de un “Estado triterritorial”, por las tierras altas, bajas y medias, tenemos sin embargo intentos de planificación centralizada, de determinar desde un punto geográfico muchas veces lejano, cómo se deben desarrollar las regiones. Y así tenemos proyectos para hacer ingenios donde no hay materia prima, o para poner plantas industriales muy lejos de los potenciales mercados.
Si miramos al mundo, vamos a ver que el desarrollo económico y social tiene raíces territoriales. Es el caso de regiones como el norte de Italia, Silicon Valley en EEUU o Baden-Württemberg en Alemania, donde lo fundamental para el despegue ha sido una densidad de redes de relación, capacidad de innovación, confianza interpersonal, estructuras de servicios, calidad de la educación y cultura emprendedora, todos vectores que confluyeron en un territorio.
Para la construcción de estas capacidades es clave la alianza entre Estado local, empresarios y universidad, es decir, un modelo políticamente multipolar donde la facilitación del esfuerzo privado sería viabilizada con mucha mayor eficiencia por los niveles de gobierno más cercanos a la gente.