Eduardo Pérez Iribarne (EPI) fue un sacerdote boliviano. Imbuido de la inculturación jesuítica, buscó parecerse —además de entender— a la sociedad en la que eligió vivir y morir. Por ejemplo, él se forzó a abandonar el acento español. En uno de sus colmos, a veces usaba una “erre” artificial, pero por lo demás adoptó el habla paceña de clase media. A la vez, le gustaba ejercitarse en frases de la gente, como la de “habló ‘para mí’”. La oyó en el oriente para expresar que alguien te está sacando el cuero.
A EPI le hubiera ofendido que lo creyeran español. Quedó agradecido a la presidenta Lidia Gueiler por brindarle la nacionalidad boliviana. Gueiler fue su amiga. Le consultaba su parecer, como muchos políticos. Cuando García Meza se insubordinó, antes del golpe de julio de 1980, EPI le aconsejó a la presidenta que la Fuerza Aérea —leal a Gueiler— bombardeara el Estado Mayor; de lo contrario, García Meza acabaría ganando la partida, como efectivamente sucedió. Claro que esa solución se parecía a la Guerra Civil española y no tanto a la historia boliviana, más gestual que letal.
Hijo único hasta sus 16 años, EPI tenía un ego intenso, a la vista. Machacaba que erraba mucho, pero era más propenso a detectar equivocaciones en su pasado. En el presente, su tesón, rapidez, inteligencia y verbo a menudo lo inducían a porfiar en su verdad.
Sin embargo, era consciente de la advertencia de San Ignacio de que el enemigo es el orgullo. Los jesuitas resumen esta parte de su espiritualidad en una triada: riqueza, honor y orgullo. Alguien puede, por ejemplo, ser inteligente (riqueza), recibir por eso halagos (honor) y acabar envanecido (orgullo). A eso se debía la negativa de EPI a aceptar cumplidos o premios, como los que sus colegas quisieron otorgarle. Alguna vez le cité la frase atribuida a Churchill (cuando no) de que las distinciones no hay que pedirlas, lucirlas ni rechazarlas, pero una máxima no lo iba a cambiar.
EPI guardaba la impresión de que Luis Espinal provenía de una niñez sufrida, con heridas en su personalidad. EPI no fue su discípulo como se ha dicho. Él contaba que fue el primero en notar la ausencia de Espinal, porque este no llegó a su programa en Radio Fides. También fue EPI quien, en compañía de alguien, revisó el cuerpo martirizado de su hermano jesuita. Temió que los asesinos, además de ensañarse, intentaran manchar a Espinal, dejando su cadáver en algún antro.
Eduardo sí fue el joven epígono de José Gramunt, el sacerdote que lo precedió en la dirección de Radio Fides. Gramunt era un aristócrata tarragonés y EPI, el hijo de un policía. Gramunt concibió una radio selecta, EPI una popular. Su relación fue difícil; no alcanzaron a limar sus contrastes. No obstante, cercano a ambos, compartí ocasiones junto a los dos: la cortesía no los había abandonado.
EPI insistía en que aprendió a forjar la radio observando a Carlos Palenque, pese a sus diferencias públicas, zanjadas poco antes de la muerte del Compadre. Así, EPI se inculcó ceder a los gustos mayoritarios, transmitir desde las emociones y extirpar cualquier rasgo elitista. Tal vez por eso apuntaba que Goni fue quien mejor lo caló como periodista: Sánchez de Lozada habría sostenido que EPI no era un líder de opinión, sino que seguía la opinión mayoritaria.
EPI era vertical, tajante, pero no exento de gracia. Los jesuitas de las reducciones debieron tener ese carácter para gobernar desde el paternalismo. En una de las rendijas del padre que fue para tantos, comenzamos a acompañarnos hace más de 30 años. Fue una persona muy influyente en mí, pues, era capaz de moldear el interior de los otros en diálogos certeros, en apariencia inocuos. Gracias a él valoro a la Compañía de Jesús, en la que conservo queridos amigos (las ovejas negras han sido injustificables, pero pocas en la orden. Y nada justifica las tropelías de nuestra justicia contra otros sacerdotes).
El paternalismo de EPI fue causa de nuestra amistad y, quizás, de su declive. Sus “hijos” crecimos, sin saber hallar el remedio. Me resta la ilusión de que, al final, la nostalgia lo reparará todo.