Una maravillosa obsesión para mi querido César Maffei y contagiosa además para quienes hemos terminado rendidos al hechizo de la Adela Zamudio redescubierta por él en cinco largos e intensos años de investigación y escrita, contenidos en apenas 317 páginas de la que es ya la segunda edición de un libro pensado inicialmente sobre historia boliviana, al que una poderosa mujer se le atravesó entre los párpados, garganta, corazón y mente de este mago de las letras, un talento que él, modesto y algo tímido como es, trata de negar.
Comienzo estas palabras tomándome varias libertades. Primero, la de decir “mi querido César”, sin pedirle permiso a él y a su amada Kitty. Luego, la de echar mano y alterar un verso de Eduardo Galeano, que creo tiene mucho que ver con César y Adela.
Dice Galeno en La noche: “No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta”. Yo creo que Adela se le quedó atravesada a César no solo en los párpados y la garganta, sino en el corazón, la mente… y los dedos.
Digo yo, ¡bendito ese momento! Bendito el instante en que Adela se le atravesó a César en su recorrido por la historia y lo atrajo a ella. El resultado no podía ser mejor: una obra que rescata una historia de vida apasionante e inspiradora que, en lo personal, me trajo una pizca de esperanza y mucha ilusión. Se lo dije a César en la primera y hasta ahora única entrevista que le hice el 16 de agosto del año pasado.
Llegué a la entrevista con un entusiasmo que no dudé en dejarlo explícito. Un comentario también entusiasta sobre el libro Adela, leído al azar en Facebook, despertó mi curiosidad y pedí detalles. Claudia Vaca, amante de las letras, me hizo el puente de inmediato y en pocos días tenía ya en mis manos un ejemplar de la primera edición y el contacto de César. Arrojada como soy, le escribí, le pedí una entrevista, me la concedió… y ya no se pudo librar de mí.
Le dije entonces y lo repito hoy: no es solo el personaje de Adela el que cautiva; también atrapa, ¡y cómo!, la destreza narrativa de César. Una magia especial para transportarnos en el tiempo, para entrelazar la historia personal de Adela con la que vivía Bolivia, para describir paisajes y personajes de los más diversos, pero sobre todo para hacernos sentir en carne propia las alegrías y tristezas, la indignación frente a las injusticias e imposturas, e incluso —como me pasó a mí— casi encarnarnos en Adela, en Adolfo, a veces en Modesta.
Confieso aquí que lagrimeé más de una vez leyendo Adela. Por su historia de vida, sí, pero también porque me sentí encarnada en ella en varios momentos. Un sentimiento en el que sin duda vamos a coincidir muchas, porque al final de cuentas todas somos en algún momento parte de otras mujeres: a veces libertarias, otras conservadoras; dulces y agrias.
Pienso ahora en momentos precisos de la lectura: la relación de Adela con su papá Adolfo me llevó una y otra vez a recordar la mía con Papito; esa “vocación de suicida social” que los amigos veían en ella, también; el gusto de ser dueña de su vida; el gusto por las letras, la fascinación por el olor de la tierra mojada, el escribir sin dobleces y hasta “el sabor amargo de las deudas inciertas”.
Y paro por aquí, porque también muchas cosas me alejan del ideal Adela. César cuenta que ella fue mujer de un solo amor, vivió y murió como señorita; yo, no. Adela “no asistía a actos ni le gustaba hablar en público”; yo, todo lo contrario.
Pero, sobre todo, lo que tal vez más me aleja del ideal Adela, es que ella sí se atrevió a escribir y publicar sus poemas, hasta una novela (¡dos de esas publicaciones en el extranjero, una en Buenos Aires y otra en París!), venciendo muchas más dificultades que las que enfrentamos las mujeres hoy. ¡Qué firmeza, qué mujer más valiente y adelantada a su tiempo!
Voy parando por aquí, aunque tengo ganas de seguir escribiendo. Y lo hago rescatando dos pensamientos compartidos por César en el libro Adela, que me encantaron y siguen siendo válidos hoy.
El primer pensamiento: “Cuando eres mujer, gustosos te elevan altares, cuelgan tu pintura en su mejor salón, te glorifican en versos y te aclaman con discursos sentidos, pero no te sientan a su mesa”, dice Adela Zamudio en diálogo con su papá Adolfo, al conocer que había sido nombrada socia de honor del Círculo Literario de La Paz. ¿Por qué “socia de honor” y no miembro, a secas?, cuestiona ella.
Y el segundo pensamiento, esta vez de Elena Kunicke de Schneider, directora del Liceo de Señoritas de La Paz (1915): “Nos hemos librado del corsé que oprimía nuestras cinturas, pero todavía son muchas las que lo siguen usando en sus cabezas”.