Aquella jornada, Rómulo Floresta aceptó a regañadientes participar de una práctica de gallos engañosa, pero inofensiva. Su compadre, Gualberto Montán, usando su mucha labia y su sobrada confianza, había logrado convencerle —bajo promesas de dinero fácil— de participar en un espectáculo a todas luces cuestionable.
El hombre, promotor de peleas de gallos desde que tenía uso de razón, recordaba haber soñado noche antes con el líder de su movimiento social. El político, que en sus sueños no tenía ojos, habló claramente y en su momento supo decir: “Invéntate peleas”.
Ahí fue que Gualberto Montán decidió acudir con su compadre de toda la vida y con emoción le contó su sueño y le convenció de organizar una pelea falsa de gallos para atraer a los turistas que solían visitar de cuando en cuando el pueblo.
La lógica era simple, los gallos iban a pelear, pero lo harían desprovistos de las espuelas mortales con las que solían matarse entre sí. De este modo —pensaba él— los animales se enredarían en un enfrentamiento de pico y pata, y se lastimarían muy poco sin llegar a morir. Los turistas, enamorados de una tradición tan colorida como salvaje, pagarían una interesante cantidad de dinero a costa de ver a las bestias sufrir.
Mientras alistaban el lugar de la lucha y tras dibujar pequeños papeles con los datos de la flamante atracción, se marcharon a pegarlos por el barrio.
—Estamos haciendo lo mismo que hace el Gobierno —afirmó Rómulo Floresta refunfuñando.
—¿A qué se refiere compadre? —interrogó Gualberto Montán.
—A que el Gobierno también hace como que pelea entre sí, con declaraciones de corruptos que compiten por ser el más perverso, el más pendenciero y el más antiético; pero son sólo cortinas de humo, engaños para ocultar la crisis del país, las alianzas del poder y quién sabe qué otras vainas.
Gualberto Montán no entendió, pero logró con sus falsas peleas de gallos recaudar lo suficiente para tomarse unas buenas cervezas, no solucionó sus problemas más esenciales ni sintió culpa por las pobres bestias que maltrataba ni por los gringos que engañaba. Su compadre, Rómulo Floresta, que nunca se convenció de la trastada que hacían, lo notó, y en una frase retrató su accionar:
—Usted es la misma vaina que el poder compadre, por eso andamos tan fregados.