Desde hace tiempo en nuestro país se ha instalado con mucha fuerza un sentimiento generalizado de incertidumbre y pesimismo que abarca diversos aspectos: la economía, la justicia (peor que antes), la política (cuándo no), la institucionalidad y, en suma, el futuro de Bolivia y sus habitantes. En la economía, los más antigüitos nos recordamos con temor de los tiempos de la UDP o vemos con pavor el drama de millones de venezolanos, cubanos o nicaragüenses dando el salto al vacío, huyendo de su vida sin futuro en sus “paraísos socialistas”.
En la justicia, peor quienes tenemos que ver con el sistema, constatamos cotidianamente que seguimos, sistemáticamente, metiéndole no más cada día hacia el fondo, pese a los asquerosamente hipócritas discursitos de reforma, independencia, idoneidad u otras estrategias envolventes. Ayer, uno de mis cumpas queridos, abogado que no está ejerciendo, viendo mis afanes ante la inmundicia del sistema, me decía: “¿Ve?, por eso no quiero volver al ruedo” y eso que estuvo pocos minutos de visita en mi bunker.
Y así, sucesivamente, existe un sentimiento de profunda incertidumbre, temor y especialmente desconfianza sobre nuestro inmediato futuro, que se agrava mucho más cuando la persona entra en relación con el Estado pues, lamentablemente, de las decisiones de quienes lo administran —el Gobierno— depende una parte importante de aquel en aquellos ámbitos y otros que importan en nuestras vidas, por mucho que no esperes o incluso trates de no depender, salvo lo estrictamente necesario, del “Gran Hermano”.
Así las cosas, encuentro que el principal problema es la confianza en el Gobierno, se trata de una cuestión de fe. Nadie espera que sean perfectos en tanto que son seres humanos, tampoco que sean cien por ciento honestos o siquiera medianamente idóneos para volar la nave del Estado —en todo lado se cuecen habas y peor en la política— pero, pese al gran despliegue de propaganda y emergente gasto de ingentes recursos públicos (es decir de todos nosotros); como decía Goethe, la realidad está siendo muy pero muy dura, pese —yapo de mi parte— a esa propaganda que a esta altura parece de ciencia ficción: estamos saliendo adelante; tenemos la menor inflación, vamos hacia industrialización para substitución de importaciones, pronto lloverán dólares, etc.
Y es que incluso para quienes tienen puesta toda o gran parte de su fe y a veces su vida en el Estado y, por mucho que no les convenga ventilarlo en público, la dura realidad nos está mostrando cotidianamente que la cosa esta que arde y no hay orden de parar (Paulovich), lo que empezaría por lo menos por sincerarse, que es siempre el primer paso para curarse: no hay dólares disponibles al precio que miente el Gobierno, ya hay problemas con el acceso a carburantes, los organismos de recaudación esquilman al ciudadano que vive casi ingenuamente en la formalidad raspando la olla pública y hurgando los bolsillos del ciudadano, mientras, no sólo tolera sino apoya la informalidad, estamos vendiendo las joyas de la abuela (léase reservas de oro). E, incluso, un banco, se dice el tercero o cuarto en volumen, acaba de ser intervenido luego de la pasividad o complicidad del órgano rector. Al año, Argentina dejará de comprarnos gas natural, además de que cada vez nuestras reservas son menores (y no precisamente porque los pozos estén cansaditos no más).
En lo que concierne al sistema de justicia, somos tan pero tan tontos que posiblemente nos aprestamos a repetir por tercera vez la farsa de la “elección judicial”, aunque como no existen ya los 2/3 para la verdadera elección partidaria en la Asamblea Legislativa Plurinacional, el actual proceso nada confiable está recibiendo torpedos desde diversos flancos que amenazan con hundirlo más de lo que ya está al haber nacido cojo, tuerto y manco. La salida que no será solución, podría ser peor: MASistrados a dedo o prorrogados, sea con decreto ley, presidencial, supremo o ley corta, perpetuando la perversa transitoriedad o provisionalidad ya no solamente de jueces —recientemente también de vocales—, sino de altos cargos, con toda la cadena de efectos completamente nocivos para la seguridad jurídica, tutela judicial efectiva y oportuna y el emergente efecto de espantar capitales, impidiendo así la generación de riqueza.
Lo peor de todo es que, así como se pintan las cosas, ya pareciera que nadie confía en nadie. En el Gobierno, sea del color que sea, muy pocos lo hacemos; en el sistema de justicia, peor; en la economía muy poco y hasta en la Iglesia por el último escándalo de pederastia y posible encubrimiento (sin incurrir en el vicio de los “comecuras” que algunos están sacando a relucir aprovechando la coyuntura).
Necesitamos una inyección de fe. El primer ingrediente será archivar el demagógico y falso discurso de éxito, admitiendo que el modelo tan propagandeado ha fracasado y necesitamos de uno nuevo, acorde con la realidad que vivimos, aunque algunos intenten charlárnosla con propaganda que nadie cree. Es que: “La realidad es como un grifo mal cerrado. Al principio mancha el fregadero, pero con el tiempo, perfora el acero inoxidable” (José Aguilera).