según la teoría política y más allá de las diferencias entre las definiciones propuestas por los autores, el Estado —ese hijo de la modernidad— es aquella institución creada por un pacto social, como encargado de tomar las decisiones de interés público y hacerlas cumplir ejerciendo el poder con carácter exclusivo, dentro de los límites que ese mismo pacto determina. Nace con la Constitución, cuyo contenido declara los valores y principios a defender irrenunciablemente, los derechos de las personas y sus garantías, la organización del Estado señalando las atribuciones de sus partes, y los principios generales aplicables a las distintas esferas de la vida social.
Así, se evidencia que el Estado presupone a la democracia como forma de gobierno basado en el consenso, y que es Estado en tanto y cuando es de derecho, es decir, todos sus habitantes deben someterse a la Constitución y a las leyes puestas en vigencia por los organismos competentes mediante los procedimientos establecidos, conforme al consenso social sobre su necesidad, bajo amenaza de sanción.
Este sometimiento al derecho por parte de los ciudadanos —en cualquier condición que se encuentren, incluyendo en primer lugar a quienes ejercen funciones en todos los niveles del aparato del Estado— constituye una condición indispensable de la convivencia y la prosperidad social, y un indicador importante de la “cohesión social”, ese grado de unidad e integración de la ciudadanía, por el cual cada persona se siente parte de una comunidad que asume como suya y con la cual se siente llamado y dispuesto a encarar iniciativas comunes.
Un Estado de derecho vigoroso promueve el sentido de pertenencia individual a una identidad común inspirada en los valores compartidos, mostrado en el cumplimiento de las normas de los ciudadanos por decisión propia, arrojando como resultado la escasa necesidad de aplicación de la coacción estatal sobre ellos. En otras palabras, el Estado de derecho configura una manera de convivencia social tranquila y respetuosa, promotora de la prosperidad y, por consiguiente, satisfactoria para todos hasta el punto de que sus habitantes elevan su autoestima y la confianza y la seguridad respecto de su futuro y el de sus descendientes.
En estos Estados, los momentos de crisis son infrecuentes y de escasa duración, pues las vías institucionales de solución, dialógica y negociada están expeditas y tienen probada efectividad y eficacia. Son muchos los ejemplos de Estados así en el mundo, la mayor parte ubicados bastante lejos. Los más cercanos a Bolivia son Paraguay y Uruguay actualmente.
Al contrario, un Estado de derecho debilitado provoca que cada quien haga lo que le parece a causa del quiebre del orden institucional y del sistema normativo que pierden efectividad y eficacia por causas graves. Un ejemplo de esta circunstancia son las guerras. Otro, la perversión de la democracia en mero verificativo de elecciones dudosas para el beneficio de grupos de interés que lucen impunidad por sus crímenes y actos de corrupción, sin división de poderes, con subordinación de la justicia al poder político y la consiguiente cancelación de los derechos y las garantías de las personas; deviniendo todo ello en la pérdida de los valores comunes, lo que conduce al desgarramiento del tejido social por la división, la confrontación y la polarización, hasta el extremo de que marcharse llega a ser la única opción para vivir, pues quedarse equivale a una condena.
Ese es un escenario donde se instala, en palabras de Emilio Durkheim, la anomia, una situación de inefectividad e ineficacia profundas de las normas, en la cual la cohesión desaparece al no haber factores comunes de unidad e integración. Ese el camino directo de retorno al estado de naturaleza descrito por Tomas Hobbes en el Leviatán, donde la única igualdad entre los individuos es su potencial criminal, y su alternativa, matar o morir. No son pocos los ejemplos. El más cercano: Venezuela con más de siete millones autoexiliados.
La contrastación de tales antecedentes con la situación actual boliviana no deja dudas acerca de su extrema gravedad. Basta para sustentarla en un recordatorio sintético de datos objetivos en lo que va del año: la cantidad de crímenes de distinta naturaleza cometidos; las denuncias por hechos de hiper corrupción, dentro y fuera de la guerra falsa entre supuestas facciones masistas; los autos robados en Chile dispuestos oficialmente por el “primer ciudadano” y otras autoridades del país para prebenda a dirigentes de “organizaciones sociales” y uso privado; la reiterada vulneración de los derechos de la señora Jeanine Áñez, el gobernador de Santa Cruz, Fernando Camacho, el dirigente cocalero de Yungas Cesar Apaza, el concejal de Santa Cruz de la Sierra, Federico Morón; la ausencia de acción penal alguna en los casos denunciados por unos y otros masistas. Lo peor de todo: no es visible nada que nos una a todos los bolivianos.
Esas son señales de que Bolivia está dejando de ser un Estado para convertirse en un sitio en el mapa.