La semana pasada, Francia, la cuna de los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad ha constitucionalizado el derecho de las mujeres al aborto.
La vida no va a cambiar mucho para las mujeres en Francia porque el aborto ya era legal básicamente desde hace casi 50 años, más allá de que la ley que lo permitía se fue ampliando y perfeccionando en décadas posteriores.
El motivo por el que se hayan dado el trabajo de constitucionalizar ese derecho es un temor —bastante bien fundado— de quienes están a favor del aborto, de que en algún momento se dé un triunfo político de algún partido que se empeñaría en derogar la ley que permite esa opción para las mujeres que, embarazadas, no quieren seguir con el desarrollo de un futuro bebé.
La legalización del aborto es básicamente una medida que rompe con la tradición cristiana, vale decir católica, de países como Francia, en otras palabras, de todos los países europeos, y sus satélites. Eso es una realidad incontestable. De hecho, cuando la Iglesia reclama por esta situación, la respuesta de quienes abogan por ella, es que estamos viviendo en una sociedad que en realidad ya no es católica, o cristiana, sino laica, agnóstica si se quiere ser amable, o atea si se quiere ser un poco más altisonante.
Mientras que el cristianismo, que responde a las raíces abrahámicas y mosaicas que renegaban de la sexualidad, llegó en algunos casos al extremo de prohibir practicar sexo si no era con el único fin de procrear, (y sintiendo asco), la nueva forma de entender la vida, reivindica el modo de actuar de los que fueron castigados por impíos en tiempos de Lot.
El aborto es a veces presentado como casi una necesidad social, y un acto de respeto y compasión hacia las mujeres que no están en condiciones óptimas, o aun aceptables de hacerse cargo de un bebé. Por el otro lado es visto también como un derecho de las mujeres de expulsar de su cuerpo a una especie de larva que se anidó en sus entrañas sin que esto estuviera en sus planes.
Una visión un poco cínica, pero no por eso irreal, es que lo que se juega aquí es el derecho de las mujeres a tener sexo, sin que eso eventualmente les implique un compromiso no deseado para toda la vida, algo que no debe ser necesariamente visto como un acto de egoísmo y tampoco, como diría Milei, como un asesinato. Una sociedad no cristiana puede decidir que para que un embrión sobreviva, aparte de un buen ambiente intrauterino, necesita también ser deseado y eventualmente amado, y si no lo es, no puede desarrollarse y por lo tanto debe ser retirado, porque falta esa condición elemental.
Ahora bien, considerando que la constitucionalización del aborto, da a las mujeres el derecho constitucional, valga la redundancia, a decidir sobre sus cuerpos, y aplicar un aborto si así lo desean, una importante pregunta que atañe, al menos en teoría, a una enorme parte de los seres humanos, vale decir, los hombres, si es que ellos, respetando el sentido de equidad, no tendrían el derecho, no de abortar, porque el cuerpo es de ellas y no de ellos, sino de renunciar legal y constitucionalmente a tomar responsabilidad por un ser engendrado involuntariamente (aclaremos que esto no tiene nada que ver con los padres que abandonan a sus hijos ahora que es ilegal y anticonstitucional hacerlo).
Las estructuraciones sociales arcaicas tenían su lógica, pero eran muy brutales, los nuevos tiempos de mayor libertad, implican una importante dosis de hedonismo, y la gente es seguramente más feliz ahora que antes. Nuevas formas y nuevas normas, pueden ser muy positivas, (casi) nadie quiere ver a una mujer en la cárcel por haberse practicado un aborto, y el placer es (casi) tan importante como el deber. Toda sociedad construida a partir de una ideología, como la actual, reniega de sus orígenes y eso no está mal, pero debería ser consecuente con la igualdad de derechos para ambos sexos, valor tan pregonado y buscado en estos tiempos.
El autor es operador de turismo