El instante en que Rulo Cataplasma se dio cuenta de que tenía más mal el sur que el norte fue un instante ensordecedor, no por el grito cargado de disparates que tiró a sus paredes de adobe, pero sí porque supo que la madurez le había llegado de golpe.
Para él la vida había sido un continuo desaire, por eso era que vivía acostumbrado a los problemas y a los conflictos, pero nunca, jamás en tantos años de desvaríos y nostalgias, le había pasado que su aparato de honor, la otrora potra salvaje, le fallara. Nunca olvidaría él, el instante aquel en que su hombría de macho peludo, lomo de cancerbero y pecho de toro, se enfrentó a la realidad. Era normal. Por su edad y por su tipo de vida, resultaba hasta obvio.
Aquella noche, la mujer que él creyó conquistar pudo dormir tranquila, porque más que disfrutar de cualquier sensualidad, tuvo que sentir lástima por el guineo somnoliento que se suponía amenazaba su paz.
Fue a la mañana siguiente, cuando él despertó manso como un gatito, que notó que la muchachita a la que pensaba amar, era una jovenzuela de no más de 20 años. —
—¡Ah, caray! —atinó a decir— ¡si casi cometo una barbaridad!
La muchacha, que no era otra más que la hija de una vecina alcoholizada, actuó normal. Se arregló un poco y le dijo que no se preocupe, que para ella estaba bien, que incluso por ser vecino no le iba a cobrar.
Guadalupe de la Inocencia, que era como se llamaba la moza, se sonrió y le dijo que ya era hora de irse porque tenía capacitación para el Censo.
En ese momento fue que Rulo Cataplasma se enteró de que el Censo era ese fin de semana.
La muchacha, que en verdad era una universitaria hecha y derecha, y hacía lo que hacía por necesidad y no por gusto, reconoció en el rostro de su vecino la ignorancia propia del pueblo y también los primeros síntomas de la vejez.
Movida por un auténtico sentido de piedad, Guadalupe de la Inocencia se sentó a explicarle que el Censo era bueno y que debía responder con honestidad y sin miedo para saber cuántos somos y qué necesitamos; pero no se quedó ahí, porque le explicó con simpleza que lo que él atravesaba no era algo extraño ni sobrenatural, y que lo mejor para él era asumirlo como una forzosa reconciliación con la paz, que era lo que en suma era el camino a la vejez.
Cuando la estudiante de medicina se fue, Rulo Cataplasma se sintió sólo.
En esa letanía, asumiendo sus nuevas limitaciones de gallo capón, fue que se cuestionó sobre las dudas del Censo, y concluyó que sus reparos no estaban dirigidos al hecho complejo, pero necesario, de contarnos para organizarnos, sino más bien al Gobierno que manejaba los hilos del poder y solía manipular todo dato y cuestión para su propio beneficio.