El país asiste estupefacto a un nuevo capítulo de la patética pelea entre las dos facciones del MAS por la candidatura para las elecciones 2025. La larga contienda tendrá su desenlace probablemente a fin de año, cuando una de las caras del oficialismo se imponga sobre la otra y el Tribunal Supremo Electoral emita la convocatoria a los comicios.
Pero ¿por qué la disputa interna de un partido tiene en vilo a todo el país? Sin duda, el MAS y lo que representa continúan siendo el centro de la política nacional. Lo que suceda en este espacio definirá lo que pase en el corto o mediano plazo en todos los ámbitos del quehacer nacional. Se trata de la definición, por vías a veces democráticas y a veces no tanto, del liderazgo dentro del aún mayoritario campo popular nacional, entendida ésta como la articulación de sectores subalternos que, bajo el liderazgo de una clase dirigente, alcanza la hegemonía y toma el Estado.
Más allá de sus enormes errores, sus fisuras y contradicciones, el MAS logró conformar un bloque hegemónico que supo mantener el poder por casi dos décadas, a través de varios mecanismos institucionales, sindicales y corporativos que se articularon en el Pacto de Unidad, la principal y verdadera fuerza del “instrumento político”.
Este Pacto, que aglutina a campesinos, interculturales, pueblos indígenas y clases medias emergentes, mantiene, a pesar de sus divisiones y pugnas, un gran poder de movilización y una amplia representación social y cultural, que se ha reflejado en sendas victorias electorales durante los últimos 20 años.
Este gran pacto se extiende más allá de sus límites formales, pues grandes capas de interculturales, campesinos e indígenas han transitado a otros sectores como el comercio y el transporte e incluso han logrado formar una nueva “burguesía” que compite espacios con la tradicional.
Desde la Revolución de 1952 hasta los 80 la clase obrera (minera, específicamente) asumió el papel director de lo nacional popular, pero desde hace unas décadas este eje se ha movido hacia el movimiento indígena campesino. Su capacidad de articular una diversidad de identidades, intereses y preocupaciones no ha sido derrotada ni por vías democráticas ni por otro tipo de artilugios.
Hay posiciones que indican que lo nacional popular en Bolivia no sólo ha perdido su influencia, sino que ha desaparecido. Estas opiniones señalan que lo popular marcó todo el ciclo desde la Revolución de 1952 hasta la caída de Evo Morales en 2019 y que luego surgió otro ciclo que nombran como “poder ciudadano”, “capitalismo popular” u otros similares. La vitalidad del Pacto de Unidad y de sus movimientos sociales contradicen esta hipótesis.
Vale explicar que el campo popular nacional tiene un alcance mayor al de sus liderazgos. Por ello, que lo popular continúe siendo el campo mayoritario en el país no implica que sus cabezas visibles (Evo Morales, Luis Arce o David Choquehuanca, o el que aparezca) sean los depositarios de toda su representación. El campo nacional popular, aunque es caudillista, suele superar al mismo partido y a sus dirigentes. Más aún cuando éstos comienzan guerras fratricidas de desgaste personal, como sucede hoy de manera patética con las dos alas del masismo. Los liderazgos populares nacen y mueren, es su naturaleza, pero el campo popular pervive.