La noche en que murió, Tránsito García escuchó con nostalgia los acordes del charango favorito de su marido.
Ella recordaba aún el momento en el que Prudencio Lavapiés se animó a buscar, en un bar de mala muerte, los restos de un charango ignoto y olvidado desde hace más de un siglo. Lo encontró. Menos tardó él en mandarlo a componer que en sumar las dudas y deudas que tenía con la vida.
Ahora, años después, lo rasgaba cada cierto rato mientras se dirigía a sus cinco nietos.
—Una vieja carreta es mejor que un buen coche —afirmó.
Evidentemente no se refería a una realidad concreta, era una alusión a un pasado lejano en el que todo era más lento, pero mejor.
—Hoy todo es rápido —prosiguió—, ahora nadie quiere tomarse el tiempo para degustar una buena melodía, disfrutar de una buena charla, escuchar una linda historia, sentir un bello poema.
Sus nietos, que tenían los ojos clavados en el celular, le oían sin realmente escucharle.
Prudencio Lavapiés lo sabía, hace mucho reconoció que la indiferencia se imponía sin control, que el mundo de paso lento y andar pesado que él vivió de niño era absorbido por el conjunto de pantallas del ahora. A su memoria llegaron, como un relámpago, las viejas reuniones en las añejas casonas de su pueblo. Eran momentos mágicos en los que él mismo debía calentar, con hasta cuatro tutumas, el charango de sus amores. Bien solían decir, que el charango no sonaba bien si no estaba a tono con la chichita. Esas esperas de trago y amistad eran ahora imposibles, todos querían todo para ayer.
—Ojalá y un día entiendan que la vida es más que una pantalla —les dijo a sus nietos.
Casi de inmediato se dio vuelta y sus ojos se cruzaron con la mujer de su vida, y en un instante solemne y menudo, supo que aquella noche ella moriría. No tuvo miedo, tampoco rencor; porque un gran agradecimiento se apoderó de su corazón. Gratitud por haberla conocido, por haber vivido tantos años juntos mirándose los ojos los unos a los otros, por haberse susurrado sus sueños y sus desdichas, por haber sufrido en una tristeza mancomunada y haber salido juntos de un sinfín de abismos; todo eso, y más, sin perder el tiempo en las pantallas de morondanga que hoy inundaban el mundo, sin haber perdido un solo segundo del cielo azul en los sarcófagos de la televisión.
Con esa gratitud en mente tocó su charango con una energía inusitada, con una destreza única y consistente, que en sus momentos más sublimes incluso captó la atención de los nietos idiotizados.
Tránsito García, que también sabía que esa noche moriría, supo que su hombre le cantaba a ella y le sonrió, agradecida también por haberle dado su vida.
El autor es escritor, ronniepierola.blogspot.com